Somos los árboles a los que la sacudida sujeta más.
GEORGE HERBERT[15]
El señor Thornton salió de casa sin volver al comedor. Se le había hecho un poco tarde, y no quería desairar a su nuevo amigo por nada del mundo con una falta de puntualidad irrespetuosa. El reloj de la iglesia dio las siete y media mientras esperaba que llegara de una vez Dixon, cuya lentitud se duplicaba siempre que tenía que rebajarse a abrir la puerta. Le hizo pasar y le acompañó a una salita, donde le recibió cordialmente el señor Hale, que le presentó luego a su esposa, cuya palidez y cuya figura envuelta en un chal constituían una muda justificación de la fría languidez de su saludo. Margaret estaba encendiendo la lámpara cuando él entró, pues había empezado a oscurecer. La lámpara proyectó una luz preciosa en el centro de la estancia en penumbra, de la que con sus hábitos rurales no excluían los cielos nocturnos ni la oscuridad exterior. Aquella habitación contrastaba de algún modo con la que acababa de dejar: majestuosa, sólida, sin ningún detalle femenino, excepto en el lugar en que se sentaba su madre, y ninguna comodidad para ningún otro uso que los de comer y beber. Era un comedor, por supuesto. Su madre prefería sentarse allí, y su voluntad era ley en la casa. Pero la sala no era como ésta. Era dos, veinte veces mejor; y mucho menos acogedora. Aquí no había espejos, ni siquiera una pieza de cristal que reflejara la luz y respondiera al mismo fin que el agua en el paisaje; ni dorados; una cálida y sobria extensión de colorido, bien realzado por las cortinas y las fundas de zaraza de los asientos del querido Helstone. Junto a la ventana que quedaba enfrente de la puerta había un escritorio abierto; y en la otra, un velador con un jarrón chino blanco, del que colgaban guirnaldas de hiedra, abedul verde claro y hojas de haya cobrizas. Había lindos cestos de labor en diferentes lugares; y sobre la mesa, como si acabaran de dejarlos allí, libros preciosos no sólo por las encuadernaciones. Junto a la puerta había otra mesa preparada para el té, con un mantel blanco, adornada con las pastas de coco y una canasta llena de naranjas y sonrosadas manzanas americanas sobre un lecho de hojas.
El señor Thornton pensó que todos aquellos detalles eran habituales en la familia; y muy en consonancia con Margaret. Ella estaba de pie junto a la mesa del té, con un vestido de muselina de vivos colores, entre los que dominaba el rosa. Parecía que no atendía a la conversación, sino que se concentraba en las tazas del té, entre las que movía las preciosas manos marfileñas con muda delicadeza. Llevaba una pulsera en un brazo torneado que se le caía continuamente sobre la delicada muñeca. El señor Thornton observaba cómo volvía a colocarse el adorno problemático con mucha más atención que la que prestaba a lo que decía su padre. Parecía fascinado observando cómo se lo subía con impaciencia hasta que le apretaba el blando brazo; y luego el aflojamiento y la caída. Casi podría haber exclamado: «¡Otra vez!». Ya estaba casi todo preparado para el té cuando él llegó, por lo que lamentó un poco tener que comer y beber al momento y dejar de observar a Margaret. Ella le ofreció su taza de té con el aire altivo de una esclava insumisa; pero sus ojos captaron el momento en que él tenía ganas de tomar otra taza; y casi deseó pedirle que hiciera por él lo que se vio obligada a hacer por su padre, que le sujetó los dedos meñique y pulgar con su mano masculina y los hizo servirle de pinzas para el azúcar. El señor Thornton la vio alzar los bellos ojos hacia su padre, luminosos, risueños y tiernos, mientras la pantomima proseguía entre ambos sin que nadie los observara, creían ellos. A Margaret todavía le dolía la cabeza, como podrían haber testificado la palidez de su rostro y su silencio; pero estaba decidida a echarse al ruedo si se producía alguna pausa larga e inconveniente antes que permitir que el amigo, alumno e invitado de su padre tuviera motivos para considerarse abandonado de algún modo. Pero la conversación prosiguió; y, en cuanto recogieron las cosas del té, Margaret se retiró a un rincón junto a su madre con la labor. Y creyó que podría dejar vagar los pensamientos sin miedo a que la necesitaran de pronto para que llenara un vacío.
ESTÁS LEYENDO
Norte y Sur - Elizabeth Gaskell
RomanceMargaret Hale es una joven que, luego de la boda de su prima, vuelve a su querido pueblo Helstone donde pretenderá vivir una vida tranquila y sencilla. Sin embargo, un repentino problema familiar hace que deba mudarse con sus padres a la ciudad de M...