Capítulo XXV - Frederick

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La venganza debe imponerse,

la férrea disciplina proclama a gritos su causa,

y los oficiales agraviados invocan sus leyes transgredidas.

BYRON[38]


Margaret empezó a preguntarse si todas las declaraciones serían tan imprevistas y tan angustiosas en el momento de producirse como las dos que le habían hecho a ella. Surgió en su mente una comparación involuntaria entre el señor Lennox y el señor Thornton. Había lamentado que las circunstancias hubieran inducido al señor Lennox a manifestarle cualquier otro sentimiento que no fuera el de la amistad. El pesar fue el sentimiento predominante la primera vez que le habían hecho una propuesta de matrimonio. No se había sentido tan aturdida, tan impresionada como se sentía ahora, en que los ecos de la voz del señor Thornton aún persistían en la habitación. En el caso del señor Lennox, le había parecido que sobrepasaba el limite entre amistad y amor un momento; y que, al instante siguiente, lo lamentaba casi tanto como ella, aunque por motivos distintos. En el caso del señor Thornton, que Margaret supiera, no existía la etapa de amistad intermedia. Su relación había sido un desacuerdo constante. Sus opiniones chocaban; y en realidad ella nunca había advertido que a él le interesaran sus opiniones como propias de ella, la persona. En la medida en que desafiaban su pétrea firmeza, su apasionado convencimiento, parecía rechazarlas con desprecio hasta que ella sentía la fatiga del esfuerzo de protestar en vano; ¡y ahora se presentaba allí para declararle su amor de aquel modo extraño y disparatadamente apasionado! Pues, aunque al principio se le había ocurrido que aquella proposición la había forzado y provocado una profunda compasión por la forma en que se había expuesto ella, algo que él, como otros, podría malinterpretar, sin embargo, incluso antes de que él saliera de la habitación, y desde luego menos de cinco minutos después de que lo hiciera, sintió el pleno convencimiento, se dio cuenta con absoluta nitidez, de que él la amaba; de que la había amado; de que la amaría. Y entonces tembló y se estremeció, fascinada por una fuerza grandiosa, incompatible con toda su vida anterior. Retrocedió sigilosamente y rechazó la idea. Pero fue en vano. Parodiando un verso del Tasso de Fairfax[39]:

La fuerte imagen de él vagaba por su pensamiento.

Lo aborrecía más todavía por haberse adueñado de su voluntad. ¿Cómo se atrevía a decir que la amaría aunque ella lo rechazara con desprecio? Ojalá le hubiera hablado con más... dureza. Se le agolparon en la mente palabras más rotundas y mordaces ahora que ya era demasiado tarde para pronunciarlas. La profunda impresión que le había causado la entrevista era como el horror de un sueño; que no se va de la habitación aunque despertemos y nos frotemos los ojos y forcemos una sonrisa rígida. Que sigue allí en algún rincón, encogido y farfulllante, con mirada fija fantasmal, atento, para comprobar si nos atrevemos a hablar de su presencia a alguien. ¡Y somos tan cobardes que no nos atrevemos!

Y así retrocedió estremecida de la amenaza de amor perdurable de él. ¿Qué quería decir? ¿No tenía ella fuerza de disuadirle? Ya vería. Amenazarla de aquel modo era gran atrevimiento, impropio de un hombre. ¿Se basaría en el desdichado día anterior? Haría lo mismo mañana, si fuese necesario, lo haría por un mendigo tullido, voluntariamente y de buen grado; incluso por él, lo haría por él con el mismo valor, a pesar de sus conclusiones y del infame comentario de aquella mujer impertinente. Lo haría porque era justo, y simple y verdadero salvar donde pudiera salvar; incluso tratar de salvar. Fais ce que dois, advienne que pourra[40].

No se había movido de donde la había dejado; ninguna circunstancia externa la había sacado del trance discursivo en que la habían sumido las últimas palabras de él y la expresión de su mirada profundamente apasionada cuando sus llamas le habían hecho bajar la suya. Se acercó a la ventana y la abrió para disipar la agobiante opresión. Luego fue a abrir la puerta también, con un afán impetuoso de borrar el recuerdo de la última hora, en compañía de otros o mediante el ejercicio. Reinaba en la casa un profundo silencio: esa quietud del mediodía en que el enfermo consigue el sueño no reparador que se le niega a las horas nocturnas. Margaret no quería estar sola. ¿Qué debía hacer? «Ir a ver a Bessy Higgins», pensó, al recordar el mensaje que le había enviado la noche anterior. Y así lo hizo.

Norte y Sur - Elizabeth GaskellDonde viven las historias. Descúbrelo ahora