Manifiesto suicida

19 1 0
                                    

La oscuridad del cielo caía sobre la ciudad de San Cristóbal, abrazando las mortecinas luces de la calle frente al Hospital Central. Era una noche de finales de agosto, los jueves por lo general no había tanto alboroto en la sala de urgencias, podían verse a la enfermeras morder un emparedado hambrientas en la salida ya que la cena precocinada no las satisfacía. Más arriba, en el piso 24 una mujer se disponía a dar a luz en la sala de parto, esa noche otras doce mujeres habían expulsado desde lo profundo de sus entrañas una nueva vida. Indefensa e inocente vida.

Hubo algunas complicaciones, la futura primera madre no tendría que pasar por el arduo labor de parto, aquel dolor sobrenatural que solo una mujer puede soportar, le harían cesárea. Abrirle la panza cual cerdo y sacar al sangriento feto haciendo a un lado las tripas llenas de mierda.

El bebé fue extraído por una abertura inmensa bajo el ombligo, la criatura, bastante gorda para ser un recién nacido, no lloraba, no respondía. Hubo que hacer algo para que reaccionara. Las enfermeras rápidamente se encariñaron con el "gordito" como le pusieron de apodo, ya que tuvo que pasar algún tiempo en el hospital debido a complicaciones en su sangre.

Sin duda un niño es la alegría de cualquier pareja, e incluso de enfermeras con un alto sentimiento maternal a pesar de traer niños a la vida todos los días.

Quién diría que 24 años después ese "gordito" sería un joven escuálido, que alguna vez tuvo sueños y le fueron arrancados de sus manos, que alguna vez amó y fue traicionado, que le rompieron, quién diría que después de ser el mejor en la clase, cayó en el más absoluto vacío mientras recibía su medalla, el título y las felicitaciones de todos. Quién diría que ese joven escribiría cientos de escritos como forma de canalizar todos los demonios que lo atormentan. Quién diría que ese bebé, 24 años después, escribiría un manifiesto suicida antes de acostarse en el pavimento, cuidando que su cabeza quedara justo por debajo de las ruedas traseras del primer camión cargado que viera acercarse por la carretera panamericana.

Que se jodan las cartas de despedida, y las acusaciones estúpidas sobre el porqué morir. Esto no es culpa de nadie. No soy homosexual, no recibo el desprecio del medio mundo ignorante. No tuve una infancia traumática, de hecho la recuerdo con alegría, a pesar que hubo momentos fuertes, prefiero quedarme con las veces que jugaba en la tierra, que veía por los huequitos de zinc de las paredes metálicas del rancho, o las veces en la que con amigos me quedaba hasta tarde por la noche en la calle.

Ni siquiera me siento tentado a culpar a la situación del país, al hecho de vivir en un lugar donde no hay cabida para sueños, donde cualquier meta que hayas tenido queda enterrada en lo más profundo del fango, pisoteada por el colapso de todas las oportunidades. Donde con el dinero se hacen sombreros y con el sueldo una empanada sin refresco.

Esto no es culpa de nadie, no hubo maltrato, violaciones ni demasiadas humillaciones, esto no es por luto, ni por el abuso de drogas, apenas las he probado en toda mi existencia. No tengo vicios y tampoco demasiada experiencia en nada. Esto no es por desamor, aunque conozca lo mucho que puede llegar a doler el corazón.

Amar con todas mis fuerzas fue una de las experiencia más bonitas de mi vida, durante mis momentos con ella, el aire fresco de la vida tenía otro aroma, los días no pesaban tanto y los demonios se mantenían en la madriguera donde siempre deben estar. Conocerla, amarla y recibir todo su amor, fue bueno para mi. Pero terminó hace mucho. Me dijo que no quería volver a saber nada de mí y entendí que era lo mejor. A veces me cuesta, a veces extraño así como extraño ser el niño que se deslizaba por la tierra ensuciando el uniforme de la escuela.

Hay algo común entre esos momentos y es la ignorancia, el hecho de despertar, vivir por el día y dormir por las noches sin haber pensando en la naturaleza de las cosas, en el sentido de estar, el hecho de no conocer la palabra “ser productivo” ni “vacío”.

Me estoy desangrando, todos los días, litros y litros de sangre manaban de mis heridas y me jode que nadie las vea. Me jode que mi madre, a la que le abrieron la panza, a la que le extrajeron un feto sanguinolento de las entrañas no vea las marcas, los profundos cortes en mi piel, me jode que me vea a los ojos y se quede con la sonrisa de mis labios. Me jode que no entienda que su hijo está muriendo, lentamente muriendo en sus brazos. Me jode escribirlo en la pared, gritarlo en mis escritos, me jode que nadie me tienda la mano y me saque del agujero al que los demonios me arrastran. Me jode que mi última carta sea poner mi cabeza bajo las llantas de un camión en movimiento. Pero ya es la única que me queda.

¿Acaso nadie entiende que cada vez que digo que tengo ganas de meterme un tiro en la sien, no estoy jugando? ¿Acaso nadie entiende que es un grito de auxilio? Que te estoy pidiendo ayuda con todas las fuerzas que me quedan… que no quiero morir.

Una vez, hace algunos años, cuando el vacío bajo las costillas se hacía más profundo, decidí caminar, escapar. Me alejé durante horas de mi casa, subí una montaña, despoblada, llegué a un claro en la ladera del que podía ver toda la ciudad. El viento frío agitaba mi sueter y mi cabello largo se metía en la boca cuando la abrí para gritar.

—¡Auxilio! ¡Ayuda! ¡Auxilio! —grité hasta que mi voz no pudo más, paré cuando el nudo en la garganta quemó las cuerdas vocales, y el ardor en los ojos acrecentó gotitas saladas en el párpado.

Auxilio, auxilio, auxilio… y nadie llegó.

Solo no podré salir… ¿O si?

Y lo intenté, nadie puede decir que no lo he hecho, y me ha ido relativamente bien cuando lo hago, pero luego la desgracia vuelve, todo vuelve, el cañón de la pistola imaginaria en mi boca vuelve. Y al despertar por las mañanas, solo anhelo que las llantas gigantes de un camión me destrocen el cráneo y terminen con esta mierda que me ahoga.

Aquel gordito, la sonrisa de las enfermeras que nunca conocí, aquellos tiempos se esfumaron hace mucho. Solo queda lo inerte de la vida. Me he suicidado tantas veces que a veces creo que soy un muerto andante, y debo serlo porque cada vez soy más frío e indiferente con todos los que me rodean.

El dolor está ahí, pero ya se acabaron las lágrimas, los gritos, los deseos de morir. Solo queda Sísifo empujando la roca.

“Lo que está muerto no puede morir de nuevo”. Y repitiendo estas palabras, continúan las fuerzas autómatas de voluntad.

Lo que está muerto no puede morir de nuevo.

Deslizándome hacia la locuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora