2017

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Noches intranquilas en las que creo despertar pero en realidad solo despego los párpados, el resto de mi cuerpo sigue dormido, descansando en una posición que no recuerdo, parálisis del sueño, quizás la segunda sensación más horrible que puedas experimentar, aunque no tan desagradable si mientras intentas mover un dedo con todas las fuerzas que no tienes, te ahorcas lentamente con un collar.

Días de bromas a familiares y amigos, tardes de risa y juegos estúpidos donde no hace falta la carne, el pan o el jugo.

Noches de sueño profundo, pesadillas encantadoras, sueños pervertidos que me hacen cavilar, no hay interrupción, abunda la comodidad.

Días de sol inclemente, calor infernal, humores fósforo, amarguras y dolores de cabeza.

Noches de insomnio, aquellas donde aprendes a reconocer las líneas del techo antes que dos gatos sarnosos lidien sus diferencias sobre el tejado. Noches de perros, ladridos y aullidos, noches de coca siendo inhalada por delincuentes bajo mi ventana...

Días alegres, nubarrones que cubren el cielo, frío acogedor que provoca envolverse en cobijas con una taza de chocolate caliente y un libro para leer. O talvez solo hablar con esa osita consentida a quien tanto amas.

Han sido tiempos largos y cortos, buenos y malos, me he debatido entre la salud y la enfermedad, el hambre y la gula, la rabia y la pasividad, el autoplacer y la compañía, el sueño y la falta absoluta de ella, la escritura y la procrastinación, el dinero y la pobreza de dinero, el frío y el calor, el amor y la soledad... un año de superación, regeneración, desintoxicación, ¿O no? Quizás intento cubrir el maldito sol con un dedo.

Durante todo este tiempo ese demonio sigue allí, impávido junto a mi cama, apoyado a la cabecera, tiene las manos juntas y su amorfo cuerpo en la pose de quien espera, paciente como la araña. A veces muestra una repulsiva sonrisa de la cual en vez de babas derrama pus. Sus ojos, dos esferas oscuras sin ningún brillo, fosas que me arrastran hambrientas al vacío, hacia un lugar donde la vida dejó de existir y la muerte huyó despavorida.

Una noche aquella criatura se me acercó muy lentamente como no queriendo romper el aire, yo acostado en cama observé su arrastrado paso, su desplazamiento rotoscopado de secuencia innatural. Se sentó junto a mí e inclinándose murmuró sobre mi rostro: ¿Crees que me he ido a alguna parte? ¿Piensas que 2017 terminó mientras dibujabas el 31 de diciembre? Mi cielo solo nos estamos dando un descanso, aprovecha al máximo este tiempo porque es el único recreo que tendrás en toda la vida. Y no esperes mi regreso pues yo nunca he salido de aquí... dijo señalando con su magro y gélido dedo mi esternón.

En ese momento desperté con treinta y ocho o más de cuarenta grados de temperatura, había estado ardiendo en fiebre por más de doce horas continuas, sentía las neuronas tostadas y las ampollas que decoraban mi cuerpo como trozitos de carbón encendido adheridos a la piel. Todo arde, todo quema, todo molesta, todo explota. Tres ampollas de varicela derramaron su líquido por mi espalda cuando me levanté con el mismo cuidado de no romper el aire.

Caminé sin levantar la vista del suelo hasta el baño y cuando intenté orinar, todo ascendió, mi vista se nubló, claridad por todas partes, el bombillo de repente brilló con la misma intensidad de una estrella, la cabeza la sentía ligera como pegada con cinta adhesiva al cuello, mi cerebro, una esponja caliente sin pensamientos. Las piernas no tardaron en fallar y por segunda vez sentí aquel término extraño que nadie usa: sentí desfallecer. Caí de rodillas y dos ampollas explotaron, ¿Me dolió? No, no sentía nada más que la tibieza que me poseyó.

Mi madre al verme preguntó qué me pasaba, como quién le pregunta a una melodramática: ¿y ahora por qué llora? No pude responder, me aferré a sus rodillas, no tenía fuerza, no tenía dolor, ahora no sentía calor o frío, era solo tibieza y nieve en todas partes. Luego el magro dedo del demonio se hundió en mi pecho y de un momento a otro, los pulmones, el corazón, la pleura y el esófago, desaparecieron, todo dentro de mi pecho se esfumó como el 2% en la obra de Tom Perrotta.

Vacío, vacío en mi pecho, vacío del 2017, vacío, figurilla de porcelana, prostituta, ojos de perro, gradas de un campo deportivo, ocho o diez metros de altura, viento en el rostro, inyectadora llena del aire que temo romper, caminatas hacia ninguna parte, un malandro hablándome tan cerca que podía ver los restos de lenteja sobre las muelas amarillas, desconexión del mundo, falta de amor, mucha alegría y tristeza que no significa nada, en el espacio no hay nada, el espacio está lleno de todo, indigentes en un caño inhalando frascos con pegamento, un llavero de Snoopy entre masas de mierda humana, despedidas, carta que nunca entregué, sangre y huesos de perro al descubierto, sin motivo para levantarme de la cama, vacío, Glock 19 con una sola bala en la recámara escondida entre la ropa interior por cuatro días, sin dinero, sin trabajo, sin clases, sin comida... Sin valentía, la falta de valentía es lo que me tiene aún vivo.

Antes de caer al suelo y reventarme quizás cinco ampollas de la espalda, dije con la poca fuerza que me quedaba: llévame al hospital...

¡Jaj! ¡Estúpido! Como si un médico fuera a arreglar el amasijo de pellejo y hueso que eres...


Deslizándome hacia la locuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora