Capítulo 37

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Rigel

No me lo estaba poniendo fácil. Podía oler su excitación desde el mismo momento que me quité la camisa. Ver mis marcas negras la había encendido como una hoguera, y eso había despertado mi propia lívido. Así que actué como todo un gato adolescente, exhibiéndome delante de ella. Oler como su excitación iba creciendo no solo me animaba a seguir, sino que me estaba precipitando hacia ese lugar al que no podía permitirme ir precisamente en ese momento. ¿O tal vez sí? Antes de que mi cabeza tomase una decisión, mi propio cuerpo se lanzó a ese pozo. Mi nariz me arrastró hacia el hueco de su cuello para inspirar el dulce aroma de su piel. Era reconfortante, seductor, único y totalmente subyugador. Un gato perdería la razón si le daban a probar un poco y luego se lo arrebataban.

—Hueles muy bien. —Aquella pequeña declaración podía parecer insignificante, pero en un rojo era confesar que estabas atrapado, que el resto de tus sentidos iría detrás de tu olfato para conseguir saturarse de todo aquello que llegaba con ese olor. A todos nosotros se nos ganaba por la nariz.

Escuchar como el ritmo de su corazón se aceleraba me hizo sentirme valiente, ella también quería esto, su cuerpo se estaba preparando para mí, ¿verdad? ¿O quizás los de la Tierra eran diferentes? ¡Por qué no leí sobre sus ritos de apareamiento! Porque no era importante para tu misión. Pero ya era demasiado tarde para eso, porque no pensaba detenerme ahora, llegaría hasta el final, era imposible que parase.

Me acerqué más, notando en el extremo de mi nariz el calor de su piel. Inhalé profundamente, llenado mis pulmones de su aroma de hembra madura. Era pecado, era el paraíso, era mi perdición.

Mi lengua se acercó para probar su sabor con timidez, como si temiera ser descubierto en la peor de las faltas, como si temiese quemarme. Pero lo que encontraron mis papilas gustativas no fue suficiente, necesitaba más. Arrastré mi lengua por la cálida columna de su cuello, consiguiendo con ello que todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo se erizaran de placer. Su sabor ya no era una promesa, era pura lujuria en mi boca, era mi perdición.

Su cuello no era suficiente, tenía que probar cada rincón femenino, cada trozo de piel donde se concentraba sus esencias de mujer; el valle entre sus senos, la curva de los mismos, el pliegue donde su pierna se unía a su curvilíneo cuerpo, y por supuesto tenía que alcanzar el gran premio, su pubis y el sabor de sus mayores secretos. Mi cuerpo vibró con solo pensar en ello, en qué matices dejaría en mi paladar su esencia más íntima. Me moría por descubrirlo, y aún no había llegado ni la mitad del camino.

Casi sucumbo a la impaciencia por tener a mi merced toda aquella piel, por enterrarme en sus profundidades, por olisquear y explorar la madre de todas las cuevas, la de la hembra elegida por mi macho interior. Pero me contuve, porque no quería asustarla, porque me moriría si ella me rechazara por ser un salvaje sin control.

—Rigel. —Su voz sonó como una dulce melodía en mis oídos; cálida y sensual como nunca jamás había escuchado antes.

—No me pidas que pare. —supliqué. Lo haría, si ella me lo pedía lo haría, no soy un salvaje, y tampoco soy de los que disfrutan provocando dolor a otros. Antes de hacerla daño, de causarle cualquier tipo de dolor, me cortaría la cabeza.

Ella no lo hizo, dejó que retirase su ropa, dejó que la recostara en la cama, y dejó que explorase su cuerpo de la forma en que necesitaba. Y como suponía, no estaba preparado para lo que encontré. No, no era su morfología, esa era como la de cualquier otra hembra roja, era su sabor. Una maldita explosión salada saturó mis papilas gustativas, enviando un grito de agónico placer por mis entrañas.

Lamí y succioné en aquel punto escondido que encontré, donde parecían concentrarse la mayoría de sus terminaciones nerviosas. Sus gemidos estrangulados me decían que la estaba gustando, que la estaba llevando al mismo lugar donde yo me encontraba, ese himpas entre el placer y el éxtasis donde el resto del mundo dejaba de existir.

Sus piernas se relajaron, dejándome el libre acceso a esa parte de su cuerpo que me había esclavizado. No podía evitar seguir provocándola para conseguir más de esa humedad lujuriosa que manaba de su interior. Y yo creyendo que su olor era mi perdición. Por su sabor sería capaz de cambiar la órbita de un planeta. No había probado nada tan adictivo, tan demoledor para mis sentidos.

En mitad de mi viaje al paraíso, tuve la certeza de que no podría seguir viviendo sin ella, de que no iba a permitir que me la arrebataran. Ellos podrían tener a su reina, yo tendría a la mujer. Y para sellar mi decisión solo quedaba una cosa por hacer, y era marcarla, dejaría en Nydia mi olor, tomaría posesión de su cuerpo, y la convertiría en mi compañera de vida. Lo sentía por todo aquel que cayese embrujado por su olor, pero ella ya tenía dueño. O más bien, ella me tenía a mí. Por ella mataría, sin ella moriría. Los felinos somos posesivos con aquello que no deseamos compartir, y esta mujer sería mía, ya lo era.

La impaciencia por consumar mi deseo, por dejar mi marca, me llevó a arrastrarla al borde de la cama para facilitar la penetración. Mis rodillas ya estaban en el suelo, y mi lanza orientada hacia su presa. Iba a entrar en aquella madriguera dispuesto a conquistarla. Pero no pensé en si ella estaría de acuerdo con ello, en si ella aceptaría lo que estaba a punto de hacer. Por eso, cuando su torso se elevó tenso hacia mí, y sus ojos me miraron asustados, no pude seguir adelante, no sin darle la oportunidad de partirme en dos.

—¿No deseas esto? —Su respuesta me sorprendió.

—¡Mierda, sí!, pero no sé si somos... compatibles. —Casi me hace reír, casi. Tenía que entender que ella no estaba acostumbrada a las relaciones sexuales entre razas.

—Totalmente compatibles, pequeña monita. No voy a hacerte daño. —Sus dientes mordieron su labio inferior, lanzando una descarga de adrenalina por mi torrente sanguíneo. Pero quedaba algo en su mirada que me dijo que necesitaba que la tranquilizara. Entonces recordé lo que había hecho con las otras hembras con las que había tenido este tipo de relaciones. —Y no te preocupes por lo que pueda pasarte, no he estado con nadie desde que Nomi me revisó en el centro médico, estoy limpio.

—¿Y si yo te paso algo a ti? —¿De verdad pensaba en mí, en si podía contagiarme algo? El corazón de esta mujer me atrapaba cada vez más. Mi salvaje interior había acertado al escogerla, ella era una pieza rara de encontrar. Dulce como una madre, provocativa como una hembra Kardash en su primer celo, inocente como una niña, y pronto rica y poderosa reina. Mi felino interior no era tonto.

—A ti también te revisó, no tienes nada que temer. —¿O sí lo tenía? Podía utilizar uno de esos anillos sexuales, con los que mi miembro sería cubierto con una fina capa de aislante, por la que los fluidos de ambas especies no llegarían a tocarse. Solía usarlos cuando tenía algún encuentro sexual esporádico, uno nunca sabía qué sorpresas guardaba la otra parte en su madriguera. Pero con ella no quería eso, necesitaba la experiencia completa, necesitaba dejar mi marca, que nuestros fluidos se mezclaran, que mi esencia sexual anidara en su interior. No, no lo usaría.

Iba a penetrar su carne, cuando las marcas negras que se habían extendido sobre mi piel me recordaron algo. Y no era que ella temiera tener sexo con un maldito, sino que aquella maldición era una garantía más de que no iba a causarle ningún problema, ella no llegaría al trono con un hijo de un maldito en su vientre. No iba a dejar esa mancha sobre una futura reina azul.

—Y tampoco tienes que preocuparte por que te deje embarazada, por que soy estéril. —Acaricié con mis uñas las dos semillas mortecinas que anidaban en mi piel. ¿Y si ella deseaba tener hijos en algún momento? Yo no podría dárselos.

Su boca atrapó la mía, succionando mi labio inferior, haciéndome perder la cordura con aquel extraño gesto. ¿Sabía ella lo que estaba haciendo? Su sabor en mi boca, su dominación sobre mí... Mi cuerpo se lanzó como un salvaje sobre ella, penetrándola con demasiada fuerza, haciéndome caer en la oscuridad más profunda, y tocar la luz más brillante. Aquella desconocida dualidad de sensaciones me llevó al orgasmo más demoledor que jamás hubiese experimentado antes. Me vacié en su interior como el torrente de una cascada en pleno deshielo, imposible detenerme.

Ella lo sintió, porque sus ojos me miraron sorprendidos y al mismo tiempo ¿decepcionados? ¿Los machos de la tierra eran mejores amantes que un rojo? Eso no podía ser, no podía decepcionarla. Así que hice lo único que me garantizaría que mi pene no flaqueara. Tomé su boca, para que su sabor me inundara, arrastrando conmigo aquel labio pecaminoso que me moría por tomar y someter. Mi erección creció, pero no tanto como cuando ella deslizó su lengua en mi boca. ¿Quería probarme también allí? ¡Por la Diosa madre! Las prácticas sexuales de los de la Tierra iban a acabar conmigo, pero moriría feliz, muy feliz.

Rigel - Estrella Errante 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora