Capítulo Veintinueve

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—¡Mamá!

La señora Sandra Molina, llamala señora porque o sino de puede convertir en super sayayin en un dos por tres. Es una hermosa mujer, baja de estatura, algo pasada de kilos y con el acento más marcado del mundo mexicano.

—¡Mija!

Me recibe con los brazos abiertos y un par de lágrimas cayendo por sus ojos castaños. Hace mucho tiempo no venía a Puebla, a la pequeña casita de mis padres porque desde que decidí irme y estar en el centro del país no tenía los recursos para viajar y la universidad gastaba todo mi tiempo.

Mi madre toma mi rostro entre sus manos y me da varios besos en la cara, luego me conduce hasta el interior de la pequeña casa y al comedor.

Angelo me acompañó durante el viaje, no supe más de Piero y creo que así estaba bien, él estaba muy ocupado y asustado por Rafael, lo mejor era que yo me alejara un poco. Angelo me acompañó hasta la entrada del pueblo y le dije que no quería que mis padres lo vieran.

—Vuelva pronto ¿si? —me había dicho.

Yo había dicho que si, pero la verdad no sabía si quería volver o si lo haría algún día.

—Que cambiada estás —me dijo mi madre —cuando me dijiste que ibas a venir no pensé en verte así, mija, estás requeté chula.

Le sonreí, me hacía falta sus halagos. Mi madre me había apoyado en lo de la universidad y en salir de este lugar, todo contrario a mi padre.

—¿Donde esta papá? —le pregunté.

—Ya sabes, en el taller y hoy viernes, mija. Prepárate para verlo borracho...

Suspiré, mi padre siempre era así.

—Y bueno, cuéntame —me pidió con entusiasmo sentándose frente a mi —¿Cómo vas con la universidad, con el trabajo?

Le conté lo básico y le dije que un maestro vendría a darme clases particulares, no le di muchos detalles de eso y al cabo ella no entendía mucho y le agradecí que no hiciera preguntas. Le dije que tenía un buen trabajo que me daba una estabilidad perfecta, pero jamás le mencioné a Piero, ni nada de lo que había pasado.

—Estaba muy preocupada, creí que seguías matando tu espalda por ese mísero trabajo —dijo —, pensé que no estabas comiendo bien y que estabas delgada, pero ahora te veo y estás perfecta —le sonreí.

—Si, los extrañe mucho, sino te molesta quisiera quedarme aquí un tiempo indefinido. Quiero que le hagamos unos arreglitos a la casita, también quiero que ustedes estén cómodos porque sé que ni locos salen de este lugar.

—Ay no, cielo, aquí me crié y aquí voy a estirar la pata. Pero mija, no quiero que gastes tu dinero en esas cosas, nosotros estamos muy bien...

Si, puede que la casa se viera bien pero quería algo mejor para ella que estaba siempre en la casa y en la cocina, también sabía que ella a veces mentia para que no me preocupara pero yo más que nadie sé que a veces les hace falta una libra de arroz o lo que sea para alimentarse bien.

—No es problema, mamá, te lo prometo.

Me contó algunas cosas con las vecinas, salimos a saludar a viejos amigos de la colonia y echar chisme unos momentos, luego volvimos a las siete.

—Hay que cerrar bien todo —dijo mi mamá cerrando cortinas y ventanas, sumiendo la casa en una pequeña oscuridad —. Mendigo Raúl, no viene rápido y esa gente ya debe estar por ahí.

—¿Quienes?

—Los Castro, mija, ¿los recuerdas?

Los Castro. Una plaga que debía ser eliminada pero eran poderosos y los barrios pobres les tenían miedo. Claro que los recordaba. Verán, los Castro, son una pandilla, una comunidad de delincuentes que se dedicaron a sembrar miedo, que si te veían mal parado te asesinaban, que si no les pagabas una cuota por protección también te mataban y en eso estuvo sumido el pueblo unos años y luego pararon.

Dama De Compañía [EDITANDO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora