Capítulo 20: Punto de quiebre

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Bajo los rayos de sol matutino, emprendo mi ejercicio en solitario. Siento el tirón en los tendones cuando estiro piernas y brazos. Inhalo profundo. Retengo el aire dentro por un momento, por dos y expiro con fuerza, paso tras paso me pongo en marcha. La sensación del rebote en mis pantorrillas marca un ritmo que mis brazos no tardan en seguir. Esta mañana, como lo he hecho por un par de semanas, me pruebo a mí misma en un intento necio de contradecir mis decisiones.

Disfruto del golpeteo de mis pies contra el suelo, de mi exhalación acelerada y del bombeo de mi corazón, juntos componen una melodía armoniosa. Son la alarma constante de mis propios límites, son la mayor motivación a seguir corriendo. Me sumerjo en la sensación de la brisa al rozar mi piel y el cosquilleo de las gotas de sudor al surcar mi rostro, hasta que me detengo, tras chocar contra una piedra, solo diez minutos después de comenzar. Incapaz de levantar mis brazos o mantenerme de pie, me dejo caer sobre el pasto húmedo.

Inmóvil sobre la yerba dejo salir el enojo que se ha acumulado con los días, este se agita atrapado en cada gota de mi sangre. Utilizo mis últimos rezagos de fuerza para gritar a todo pulmón. Grito, grito sin articular palabra, solo dejo que los sonidos guturales de mi ira tomen forma de sonido y se alejen. La rabia se convierte en corriente y llega a mis dientes, estos se presionan con fuerza unos contra otros, rechinan. Allí, tendida entre frustración y remordimientos, espero que el sol se ponga en lo alto, cuando la sombra del muro de piedra no me cubra más, sus rayos me motivarán a caminar de regreso a casa.

La yerba humedece mi ropa, refresca mis recuerdos y remueve mis temores. Cada día es más difícil realizar mis actividades de rutina sin verme estancada en largas horas de letargo. Y en ese tiempo inmóvil los rostros de papá y mamá toman forman en mi cabeza. Nuestro último encuentro está latente en mi mente. Han pasado dos meses desde que dejé el instituto y solo he tenido un par de oportunidades de visitarlos. Es gracioso, la primera vez me temblaban las manos y sudaba como en los días más soleados. No podía contener los nervios de regresar a casa después de cuatro años. En ese momento lo pensé como mi regreso al hogar, solo para descubrir, al llegar, que hace mucho tiempo no lo era.

La segunda vez no viajé con las mismas expectativas, mi corazón ya no quería salirse de mi pecho, ni me desvivía por regresar a mi habitación de niña. No, eso ya no me desesperaba. Esa última vez visité a mis padres porque la realidad me golpeaba de frente, tan magistral como un espectáculo en vivo. Ese día los necesitaba a ellos, porque los íntimas estaban empeorando, buscaba el consejo y el alivio de su calor.

La expresión de mis padres al verme fue tan calurosa como siempre, el amor en sus ojos no cambia aunque entre ellos se extinga. Me ardía el pecho de solo pensar en mi hermana, yo ni siquiera los veo seguido, pero ella sufrió, y aún sufre, la separación en cada instante de su día a día. Puede que me duela, pero me alegro de no haber estado para verlos fragmentarse, para ser testigo de cómo mi ideal de familia y unión se desmoronaba con gritos y silencios. Su separación es triste, pero lejana a mi realidad. Ese día, ante sus rostros amorosos, me resigné a saludarles por separado por primera vez y entendí que ya no habría más abrazos grupales.

Sin Amelia en casa pude expresar mis preocupaciones sin restricción, después de todo solo los visitaba por lo que yo necesitaba, quería creer que no me importaba su divorcio. Y logré fingirlo bien mientras admitía, restándole importancia, lo peligroso de mi estado.

Recordar la ingenuidad de mi madre me causa gracia. Mientras ella no podía creer que los síntomas estuvieran regresando después de casi cuatro años, mi padre solo atinaba a atacar sus comentarios inocentes con ironía y obviedad. Bastaron unas pocas palabras para que la ruptura de su enlace me afectara verdaderamente. El aire entre ellos era difícil de respirar, me asfixiaba más que mis propias preocupaciones. La tensión era palpable, la saboreaba dulzona en mi boca. Su amor hacía mí no puede hacer milagros en su relación. Fue entonces cuando me quebré, solo recordarlo llena de lágrimas mis ojos.

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