Capítulo 30: A simple vista

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ACLARACIÓN: Si, una nota al inicio. Esta parte contiene un párrafo que antes estaba en el capítulo 19, no me gustaba mucho allí y lo cambié a este. No hay que releer el 19, ni afecta el desarrollo de este. Aquí, queda mucho mejor la explicación. 



A los cuarenta minutos de viaje Magdala reduce la velocidad y, tras dudarlo por unos segundos, desactiva la opacidad de las ventanas.

—Será mejor que estés despierta —dice, su atención está enfocada en el camino. Luego murmura en un tono casi inaudible—. No seas una pérdida de tiempo.

Magdala gira el volante para tomar un desvió en dirección al pórtico de una residencia a la derecha de la carretera. El lugar no me resulta familiar, pero sé por el tiempo de viaje y el recorrido que hemos de estar cerca de casa.

Aprovecho la baja velocidad para detallar los alrededores con una rotación completa de mi silla, en busca del portón de madera y el muro en piedra. Magdala no me detiene o interrumpe mientras lo hago, por el contrario, parece interesada en mis reacciones. Me decepciona el encontrarme con una vegetación espesa obstruyendo la visibilidad, aunque no tardo conectarlo con el bosque alrededor del condominio.

Con la certeza de encontrarnos en los límites entre la zona residencial y la reserva, regreso la silla a su posición frontal. Me alarmo al descubrir que nos acercamos a una inminente colisión contra los portones metálicos aquella única residencia visible. Mi cuerpo se tira hacía atrás; el espaldar, más rígido que nunca, detiene mi movimiento. Alcanzo a llevarme las manos a la cara y un ahogado chillido se cuela de mi boca. El asiento no se gira, los segundos pasan y el impacto no llega. Abro los ojos, compruebo que estoy a salvo. Me volteo hacia Magdala.

—¡Maldición! ¡Estás loca! ¡¿Que ha sido eso?! —exclamo histérica, mi corazón late incontrolable.

Su respuesta se ahoga entre risas. Me indigna su desconsideración. Su desdén es tal que no logra de formular palabras entendibles. Estoy dispuesta a continuar, pero una pregunta más grande distrae mi atención. ¿Por qué no chocamos?

Me centro en el parabrisas para encontrarnos recorriendo un camino estrecho en medio del bosque. Algo anda mal. No hay rastro de la mansión. Por el filo de mis ojos un movimiento en el cielo me hace dar un respingo. Levanto la mirada para sacudirme con otra sombra, con otras sombras. Centro mi atención está en las copas de los árboles.

—¿No me digas que son...? —mascullo. Mi corazón se detiene ante la simple idea de estar fuera de la zona residencial.

Agarro el brazo de Magdala sin dejar de seguir los movimientos en el cielo. La sacudo.

—¿Qué más pueden ser? ¡Maldición! ¡Suéltame! —refunfuña con desagrado—. No son más que aves, ignorante.

No presto atención a sus palabras, la majestuosidad de los seres voladores me arrebata el aliento. Son aves. Aves que vuelan.

—¿Cómo...? ¿Cómo es posible? —pregunto, aun cuando sé la respuesta.

Busco a tientas el botón de mando para ordenar a SIS abrir el techo del auto sin retirar mis ojos de aquellas maravillas. Vuelan.

—¿Eres así de estúpida o solo finges? Es evidente que estamos dentro de la reserva —espeta Magdala, en un tono de voz grave e insultante.

En cuanto el techo se abre me pongo de pie y me dejo abstraer por el vuelo de las aves. Su vida, sus aleteos, sus cantos y su vuelo; el viento golpea mi rostro, respiro el aire pesado y sobrecargado de oxígeno de la zonas reforestadas. Aún hay seres vivos fuera de los humanos.

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