Capítulo 36: Desayuno familiar

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Mi terminal vibra hacia las seis y cincuenta de la mañana. Antes de aceptar la llamada doy una última ojeada al espejo, el maquillaje no logra ocultar las ojeras profundas y oscuras. Me repito que solo se trata de un suegro falso, que todo debería ir en calma, sin embargo, me tiembla la voz al contestar.

Durante el recorrido desde la zona de hospedaje hasta el comedor, me concentro en el sonido de mis pasos, de tono agudo comparado a los de Máximo. Los corredores solitarios son también silenciosos. A escasos tres metros de la entrada activo la terminal de mi emblema.

—Son pasadas las siete —afirma Máximo, sin chequear ningún medio.

—¿Eh? —balbuceo. Y me fijo en la proyección—. Es cierto, pero solo por un par de minutos.

—Tarde es tarde, por un minuto o un segundo. —sentencia, reafirmando su paso. Una arruga se forma en medio de sus cejas.

—¿Hay una hora fija para el desayuno? —Susurro en su oído inclinándome hacia él en puntas de pie—. No creo que sea tan grave.

—Para los nobles la puntualidad es parte de su orgullo. Es cuestión de disciplina. Mi padre estará ofendido. No quise apurarte en la mañana, pero debí hacerlo —Suspira—. Pero tranquilízate, es mi error no tuyo.

Máximo me responde sin voltearse justo antes de cruzar la entrada con el mentón en alto y semblante imperturbable. El interior está copado, pero nuestra entrada no genera ninguna reacción. Hay al menos una centena de nobles en el lugar, agrupados en mesas unifamiliares de dos a seis lugares. Nadie parece ubicado en una mejor posición que otro, la sala es circular y sin iluminación natural. El estilo de la decoración neoclásico contrasta con el metal y el vidrio tradicional en Atlantis, se siente como estar en una mansión noble. De pronto percibo el peso de una mirada. Un hombre de postura erguida y canas blancas entierra sus ojos en mí, a su lado reconozco la silueta del señor Aquiles. Aprieto mi agarre al brazo de Máximo para diezmar el temblor que se apodera de mí al instante.

El cabello del duque, aunque pronto será blanco, permite apreciar mechones castaños; sus rasgos son finos, su nariz afilada, sus labios delgados, sus pómulos prominentes, sus cejas casi invisibles y su quijada pequeña. Busco sin éxito algún parecido con Máximo, solo su mirada profunda e indagatoria les relaciona.

Máximo reafirma su agarre a mi brazo como si percibiera temor, tal vez transmitido por la intensificación de mi agarre.

—Gracias —murmuro, pero ya sin voltear a verle. Enterrando mis dedos fríos en la tela de su camisa.

Los ojos de hombre consumen toda mi atención. El duque me recorre centímetro a centímetro con una mirada implacable, inmune a cualquier encanto del que yo pudiese jactarme. El peso su de mirada casi logra que pase desapercibida la leve presencia del señor Aquiles. Su sonrisa animosa me fortalece.

Nos detenemos frente a la mesa a presentar nuestros respetos. Tras soltar el brazo de Máximo, me llevo las manos a la espalda, estrujando con fuerza la tela para controlar los temblores. Pero las regreso al frente cuándo el padre de Máximo extiende su mano para alcanzar la mía. Sin vacilar me acerco a él, adelanto mi brazo con la gracia de una mascota bien entrenada y resbalo mis dedos, antes impacientes, sobre su palma; encorvo mi cuello con delicadeza a la derecha y formo la más dulce y coqueta sonrisa que jamás logré ni practicando en el instituto. No tiemblo mientras él recorre con la yema de su pulgar el relieve de mi emblema.

—Se han retrasado —reclama en dirección a Máximo con un gesto altivo, para luego volver a mí—. Ya era tiempo de conocernos, jovencita.

Me sorprendo al descubrirme bienvenida por su mirada. El calor de su mano calienta el frío de mis dedos. Su sonrisa gentil me ánima a hablar con soltura. Endurezco el agarre de nuestras manos.

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