Capítulo 52: Las formas del amor

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No es sino hasta el día siguiente que puedo contactar con Máximo, qué decir de Caesar o Elora, mucho menos de mis padres. Zoraida solo accede a dejarme verlo tras una evaluación psicológica que dura toda la mañana.

Máximo ingresa a la habitación al tiempo que ella sale, ambos cruzan miradas en silencio, Zoraida solo se inclina a medias como saludo y sale murmurando a su oído.

—Cuide sus palabras, alteza. —dice, con tono sarcástico en la última palabra.

Lo que causa que los latidos de Máximo se aceleren lo que dura un suspiro, sin embargo, él se mantiene en silencio hasta que las puertas están completamente cerradas. Solo entonces se acerca a mí, sus signos vitales marcan un cambio sutil de tensión a relajación.

—¿Es el olor de Zoraida, el mismo olor del enojo? —pregunto, para romper el hielo.

—El enojo huele a testosterona, aunque es una mezcla específica de hormonas. —Siento su movimiento en la piel.

—Es lo mismo que nada —vocifero, siguiendo los rastros del aroma de Zoraida—, no reconozco ese olor.

—Si lo haces. La doctora dejó la habitación impregnada de testosterona —dice, sentándose en el sillón junto a la camilla—, y lo percibes mejor que yo, por su actitud y no solo por su aroma. Aunque no deberías preocuparte por esto. Ella no te dejará ir hasta que hayas aprendido todo lo que lo que debas saber sobre tus nuevos sentidos. Eres una fuente de información invaluable.

—Magdala también lo es. —Musito fingiendo sin interés.

—No por mucho. —Estira su mano hacia mí, cubre mi mano con la suya—. Y aunque ella no lo sepa, tú tampoco. Esta misma noche Magdala será enviada al exilio por un decreto real, Aleto tiene todo listo para que vayas con ellos.

Fijo la mirada en la mano que Máximo ha puesto sobre la mía, sin querer ofenderlo pero incomoda con su tacto, la alejo.

—No voy a ningún lado Máximo. Y Caesar tampoco.

La expresión de Máximo se hunde y sus ojos se giran al suelo. Sus latidos se aceleran y hay un olor nuevo en el ambiente.

—¿Qué sucede? —pregunto. Intrigada y a la vez molesta.

Veo lo ciega que había sido a su humanidad y a la de los nobles mismos.

—Debes verlo con tus propios ojos. —Responde Máximo, al tiempo que se pone de pie.

—¿Qué?

Algo dentro de mí tiembla, la exaltación de Máximo me resulta irreconocible, pero cada gesto suyo de incomodidad, inseguridad y cautela solo logra mover cuerdas que deberían estar dormidas en mi interior. ¿Qué temes Máximo?

—A quien.

Aprieto los puños, y dejo la camilla del golpe. Puedo leerlo en sus ojos.

—Caesar —musito. Mi corazón se calma al saber que se trata de él.

Máximo me invita a seguirlo y lo hago sin más preguntas. Algo va mal con Caesar. Convencida de que está bajo custodia de los reyes me apuro en buscar como cubrirme. Pero Máximo se me adelanta y se retira la chaqueta de su traje para vestirme con ella, mientras enciende la plataforma con silla de la habitación.

—No tengo permitido sacarte o hablarte de Caesar, según las condiciones de Zoraida para verte—Máximo, bufa por primera vez desde que lo conozco—, pero yo controlo este lugar y ella sigue siendo solo una común.

Miro de reojo la frialdad al referirse a ella antes de apurarme y sentarme junto a él, mientras acepto las mantas que pone en mis piernas. Su sentido del pudor es más de crianza que fisiológico, comprendo, al ver que ni su pulso ni su sudoración varían al verme casi desnuda bajo la bata de hospital.

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