Capítulo 4: Hogares

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De nuevo sola, regreso la mirada a las personas restantes en el edificio. Entonces noto que apenas si quedan invitados en el interior, algunas familias ayudan a las chicas con su mudanza y sospecho que he sido la única cuya pareja no se acercó a conocer a sus padres, ni tampoco se le permitió conocer a sus suegros.

Bajo los faros del jardín me siento observada y juzgada, el malestar que horas antes me había debilitado reaparece y sube hasta mi cabeza una urgencia por esconderme. Agarro la falda del vestido y la levanto a los lados para moverme con libertad, me aferro con fuerza a la tela, busco en todas las direcciones a mi prometido. Después de caminar sin rumbo un par de minutos, solo consigo incrementar la atención sobre mí, ya no es mi paranoia, ahora en realidad soy vigilada. Los señores evitan mi rostro al pasar, las señoras me regalan una sonrisa cargada de hipocresía. Me cuesta respirar y mi corazón, aunque lento, bombea con fuerza.

En medio del jardín me detengo, suelto el agarre, comienzo con suavizar la expresión de mis ojos, de a poco logro relajar los músculos del cuello y la cara, sonrío. Fuerzo un pie frente al otro para moverme a una zona tranquila. Avanzo por los adoquines del camino entre el portón y la entrada al salón principal saludando sonriente. Dejó atrás la desesperación, aligero el ritmo de mis pasos en dirección al interior del instituto. No hay rastro de él.

En contraste, en el interior del salón solo se encuentra un joven del servicio de aseo ocupado con las mesas de comida. El mesero no tarda en notar mi presencia, su mirada me esquiva y con la cabeza gacha usa una ligera inclinación para saludar. Con la ceremonia culminada, no quedan nobles en el edificio. A mis espaldas, las familias, desde el rango más alto al más bajo suben en autos negros, aparcados en orden más allá del portón metálico que encierra el instituto. Es el final del ritual, cuando la prometida deja este circo y se va a vivir a casa de su nueva familia.

Sin encontrar rastro de mi prometido, un vacío se forma poco a poco en mi interior. Me siento aislada, dejada atrás como muchas otras veces lo fui mientras crecía. Esta vez la desesperación me corrompe, porque debía ser diferente, ya no soy la niña demasiado joven para comprometerse y debe esperar un semestre más, un año más. No solo tengo la edad suficiente sino también un anillo, cumplo todos los requerimientos para poder irme y, aun así, nadie dirige mis pasos ni hay indicación alguna de qué debo hacer.

El tiempo se detiene mientras observo a las demás personas retirarse. Decido dirigirme a mi vieja habitación.

Al abrir la puerta soy incapaz de avanzar, la estancia vacía me ayuda a asimilar lo evidente: este espacio nunca fue mío. De ahora en más mi antigua identidad desaparece junto a todas sus posesiones. Pronto otra mujer será acomodada y el rastro de mi paso por el instituto se limitará a un registro. Al final, solo podré conservar una pequeña caja de objetos personales entregada ayer a mi cuidadora. Lo supe desde el principio y aun así me resulta molesto.

Me encuentro estúpida al estar pérdida en un terreno conocido.

Tras un rato detenida en el umbral, indecisa sobre si entrar o no, me sorprendo a mí misma sin emoción; sola pero no triste. El vacío se apodera de mí un centímetro a la vez y amenaza con llenarme. Ha pasado un largo tiempo desde que una situación me llevara al límite como hoy, pero con la peor parte superada, me concentro en mantenerme de pie a pesar de la debilidad en mis piernas. Decido salir con la esperanza de encontrar en la entrada a alguien atento a mi aparición; voy dispuesta a llegar a mi nuevo hogar así deba caminar por toda la ciudad para ello. De nada vale esperar sentada.

Al volver a recorrer el edificio, no solo los corredores están oscuros, el centro de información y las habitaciones reclaman luz a gritos; además de los empleados en el primer piso ya no quedan prometidas en el instituto. Hasta la última ceremonia, siempre permanecía alguien en espera de la siguiente, alguien por quien las luces permanecían encendidas, pero hoy hasta ese alguien se va.

La luz se difracta hacia los corredores desde las escaleras principales proveniente de la planta inferior, la oscuridad queda atrás. Miró por encima de mis hombros, doy el último vistazo a mi viejo hogar y dejo la penumbra, cambio mi rostro amargo por uno calmo, arreglo un mechón de cabello furtivo en mi cara, levanto el cuello y enfrento las escaleras.

Abajo caras conocidas aguardan. Sonrío dulcemente hacia ellas, no hay necesidad de palabras. Todas me esperan en silencio hasta que termino de descender. Zoraida encabeza al grupo de empleados, que han compartido conmigo los últimos cuatro años. Todos me despiden con una venía desde el pie de las escaleras y me dan paso. Aun si ellos me han ofrecido su cariño y cuidado durante todo este tiempo, de hoy adelante no podrán siquiera dirigirme la palabra como a su igual.

Antes de la ceremonia los sirvientes podían hablarme sin formalismos, pero a partir de hoy deben atenerse a un estricto protocolo de conducta. Las empleadas del instituto han cuidado estos cuatro años, cada una de ellas me ha acogido, son ellas quienes aguardan verme cruzar la puerta; pero no me dirán palabra ni me abrazarán, es irrespetuoso para conmigo, una prometida noble.

Mis ojos están secos, quizá ya no pueda mantener más esta sonrisa de fachada.

Bajo a encontrarme con ellas con la cabeza llena de recuerdos de mis días en este instituto, una a una rememoro mis noches en la cama de Zoraida, las sonrisas de las cuidadoras cuando me colaba en su cuarto común tras las ceremonias, mis desastres en la cocina o mis intentos inútiles por ayudar a limpiar en la soledad de este edificio, los juegos que inventaban para entrenarme en las noches solitarias; y así, me doy cuenta de cómo han sido ellas quienes me criaron.

Me esfuerzo por mantener mi sonrisa altiva, a medida que me acerco a la puerta, donde Zoraida me espera con una pequeña pieza brillante en sus manos, antes de salir la enreda entre mis dedos.

—Es el vehículo negro, de afuera—con su mirada señala hacia el portón de hierro.

Sin siquiera un abrazo, termina su despedida junto a los demás. Con una última ojeada dejo el edificio. Deslizo el relicario entre los pliegues del vestido. Además de lo que llevo puesto no se me permite llevar mucho conmigo, todo debió haberse ido ayer en la mudanza principal.

El viento frío del exterior, mese salvaje las hojas caídas bajo la luz de los faros. Más allá del portón de metal, descubro en efecto un carro negro. No queda nadie más alrededor. La puerta abierta del auto son mis instrucciones. Camino seguro sin mirar atrás, resisto la tentación hasta el final. Tras cruzar las rejas, escucho el azote de estas al cerrarse y solo entonces me permito ver. Las ya casi cerradas puertas de madera me dejan ver por última vez el interior del instituto de preparación prenupcial. He salido y no pienso regresar.

Los amigos adquiridos, los lazos formados, el estilo de vida construido, todo ha vuelto a desaparecer para mí y, por primera vez en cuatro años, el instituto está vacío. Veo las luces del segundo piso apagadas e imagino la mía encendida.

Ingreso en el auto con renovada seguridad, me sorprendo al no encontrar a mi prometido allí, pero no me dejo desanimar, un carro automático no es ninguna sorpresa. Me acomodo y la puerta se cierra, miró por la ventana con el vidrio arriba, mi hogar parece lejano, pero no el instituto sino mi hogar, donde mis padres están. El carro arranca. Y dentro me imagino siendo ella, la ella que será una esposa perfecta y que parte animosa hacia su nueva vida. 

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