Capítulo 25: En las sombras

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—¡No más! Por favor. —suplico a mi fisioterapeuta, segura que hará caso omiso a mis palabras.

Cada segundo junto a él es un incesante sufrimiento. La masa —porque Máximo metió una masa musculosa con forma de hombre a casa—, solo sirve para dar instrucciones con una resolución y entereza más impenetrables que las suyas. Nuestra interacción se reduce a su dirección y mi ejecución de rutinas diarias de ejercicios físico-acrobáticos con siglos de atraso tecnológico.

—Preferiría un gimnasio —vocifero mientras realizo los estiramientos finales—. Así no movería un músculo ni me bañaría en sudor.

El hombre refunfuña y empuja con determinación mis piernas a los lados, arrancándome un gritillo. Sus labios se ladean. Sonrío.

A parte de la utilidad del tratamiento para disminuir la debilidad y los desvanecimientos, la otra razón porque no abandono estos errores son sus músculos. Verle es de los pocos placeres que me proporciona mi situación. Disfrutar de su apariencia no es ilegal y después de todo, mientras yo sea mujer, él jamás se fijará en mí.

Aveces me encuentro a mí misma comparándolo con Caesar; deseando que separecieran un poco más a él, al menos en cuanto a brazos, piernas, abdomen yotras partes. Aunque eso no implica que Caesar sea delgado, no como Máximo.Pero los nobles no desarrollan masa muscular prominente, su apariencia no pasade atlética y me resulta frustrante  

Suspiro al verle ponerse de pie. Extiende su mano para ayudarme a levantar, su hermosa sonrisa me entretiene de tomarle la mano por un instante.

—Gracias Camilo —digo, perdida en sus ojos oscuros—. Creo que hoy estuve mejor.

Disfruto del tacto de su piel por el poco tiempo que dura el contacto. Camilo me felicita con calma, palmea mi omoplato con cariño y yo me arrepiento de haberle llamado masa musculosa. Sé que solo resiento la imposibilidad de acercarme a él.

Convencida de lo imposible de mi amor platónico, me aseo y visto para visitar el centro médico. Pensar en Máximo me deprime, recordar a Caesar es incómodo; pero Camilo, él es mi agua fresca en el desierto.

Me detengo en la puerta a modo de duda. No disfruto visitar el centro médico y aunque hoy no lo hago por necesidad, nubes de disgusto se ciernen sobre mí. El doctor Hernán asegura mi mejoría, pero debo visitarlo de forma regular para un seguimiento sistemático de mi caso. Estas constantes visitas has suscitado rumores entre el personal asistencial y administrativo. Los murmullos incluyen un serio problema de celos hasta tratamientos tempranos para la fertilidad. Sea cual sea la idea que tienen, sirve para mantener mi secreto a salvo. Idiotas, si solo fuera poner un bebé en tu interior, el sistema de compromisos no existiría en primer lugar.

En el recibidor del hospital, me convierto en el foco de la palabrería. Considerando que solo reciben visitas en tres situaciones, no es de sorprender que las enfermeras me observen con recelo. Es evidente que no visito ni a un herido ni un paciente en salud mental, aunque tampoco parecen creer que me dirijo a la sección infantil y materna. Y es que el verdadero asunto con los rumores, no es mi presencia constante, sino la popularidad de mi presunto prometido entre los empleados. De hecho, los cotilleos no me dejan muy bien parada. Pero para tranquilidad de quienes sufren con mis visitas, hoy he venido para acompañar a Elora en su control prenatal. Con seis meses recibiendo tratamiento descentralizado, ha llegado el momento de lucir su enorme barriga ante el público. Y que mejor forma que acompañada de una duquesa y la prometida de un duque.

No puedo negar que mi amiga ya es toda una noble, exigiendo atención preferencial y demás prestaciones de su posición, lo que no es cosa mala. Es más, me alegra aún poder brindarle mi apoyo en algo, así sea como excusa para mantenernos en contacto. No me resigno a perder su amistad de forma permanente.

Y mientras los planes para alejar a Elora de su tía avanzan, la vida en casa se torna manejable. Omitiendo el disgusto que siguió a la sorpresiva aparición de su padre, creo que Máximo y yo nos entendemos mucho mejor. En contra de cualquier duda que pude tener sobre el compromiso de Máximo con mi causa, admito que se ha mostrado discreto. Desde su padre, nadie a parte de Caesar visita el condominio. Tampoco me ha negado acceso a ningún nivel de examinación médica, autorizando estudios a nivel nervioso, hormonal, de respuesta a fármacos y, aunque no parece esperanzador, es una deuda que estoy dispuesta a pagar.

El único cambio serio debe ser en Caesar, cada día es más enfático en la importancia de mi mudanza y en el último mes ha comenzado a aparecer sin previo aviso en el holófono. Máximo no lo dice, pero sé que le molesta la falta de privacidad.

Con mis deberes casi maritales en mente, decido acercarme a la oficina del Máximo, situada en el extremo norte del complejo, para mantener las apariencias de nuestro buen trato. Me recuerdo las palabras de Elora, sobre lo irracional que resulta ir al trabajo de tu pareja sin pasar a saludar.

Por los corredores me enfrento a los cuchicheos, cuya frecuencia incrementa conforme me aproximo a la oficina. Es claro que Máximo no está ahí y por lo que consigo escuchar, se encuentra acompañado de una mujer, una noble, en uno de los consultorios del pabellón especial. No necesito preguntar para saber que estará en el consultorio J-709 de investigación neurológica, en el despacho de Hernán.

Me dirijo hacía él impávida, sonriendo cortésmente a todo quien se atraviese en mi camino, ya no cuchichean, al menos ahora parecen creerme desorientada.

La asistente de Máximo, a quien solo he visto un par de veces y ninguna en buenos términos, me detiene de imprevisto.

—Disculpe —susurra tímida y con la cabeza gacha—, el director está en una reunión importante. Usted no debería...

—¿Eh? —Finjo sorpresa pero me mantengo altiva—, no busco a Máximo. —digo sonriente en respuesta, con la millonésima sonrisa falsa que expreso hoy.

La mujer se altera, antes que deba inventar una excusa, saluda con una venia exagerada y se escabulle entre los pasillos como una rata en las alcantarillas. Si en realidad no supiera lo que voy a encontrar, su actitud y palabras hubiesen sido pistas más que suficientes.

Al final del pasillo, donde está el consultorio J-709, la luz azul de ocupado está encendida. El sistema de inteligencia artificial del pabellón insiste en preguntar el motivo de mi presencia en su territorio, pero me rehusó a dejar que su inquietante voz me afecte, por el contrario, mi paso continua firme y directo.

A tres metros de la puerta cambio de opinión. Deduzco que todo el secretismo detrás de la persona con que Máximo se encuentra pueda serme útil. Me regreso por el corredor hasta una intersección de pasillos. Giro a la derecha y me dirijo a la sala de reuniones principal, dispuesta a acceder al dispositivo de control manual del sistema de inteligencia artificial del pabellón.

Tras un corto protocolo de identificación para autorizar mi ingreso, logro acceder. Me dirijo al centro de mando, donde la esfera de conexión neuronal me da paso a la interfaz de manejo. Agradezco que Máximo me concediera permisos de ADN, lo que fue en pro de nuestro mutuo beneficio, ahora me funciona solo a mí. Mi primera acción consiste en desactivar la alarma de visitas del consultorio J-709 y accionar el sistema de audio compartido, poder que solo el director — y ahora yo— tenemos.

NobilisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora