Capítulo 31: Cuenta de cobro

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El dolor se extiende por mi médula espinal, mis músculos se estremecen y despierto. Puedo sentir como unos brazos me sostienen por el cuello y las piernas, como cuelgo y me balanceo paso a paso; aun entre los espasmos de dolor que me sacuden, aquellos brazos no me dejan caer. Hago un último esfuerzo por levantar el cuello, y ahí está su rostro, sus ojos me empujan, me desprecian, me mancillan; sus manos me agarran, me protegen. La mirada de Magdala es tan gélida como su piel.

La voz de Magdala se escucha lejana, puedo inferir que discute con SIS, pero no comprendo ninguna de sus palabras. El sonido se pierde sílaba a sílaba; las sensaciones en mi piel, en mis brazos, en mis piernas y en todo mi cuerpo se desvanecen una a una. Mis ojos pesan demasiado para mantenerlos abiertos.

Máximo habla alto, casi grita, Magdala solloza o refunfuña o ríe. Escucho a hay alguien más, no es SIS, pero aun así me resulta familiar. Desde el pasillo llega el eco de unos pasos, la intensidad incrementa tan rápido como avanzan.

¿Dónde estoy?

Una mano agarra mi brazo, siento el frío paralizar la zona que toca, pero no percibo ninguna otra parte de mi cuerpo. No puedo moverme. Veo un pecho que se expande y se comprime, mi pecho. Desde la mano toma forma una persona, Hernán. Sus dedos fríos se deslizan hasta los mis, de una bolsa colgada junto a mi cama conecta un tubo al emblema familiar; me mira con preocupación y se gira.

Mi conciencia es una fugitiva, escapa tan veloz que no noto sus intervalos.

¿Dónde estoy?

Lejos, muy lejos, pero cada vez más cerca, escucho voces. Pocas frases son claras. Sé quiénes hablan y cada vez entiendo mejor las palabras. Permanezco atenta. La luz entra por una ventana a mi derecha y da contra la pared frente a mí, el polvo vuela brillante con la luz del atardecer. El techo me resulta familiar. Estoy en casa.

—No está funcionando —explica la voz mansa y carrasposa de Hernán. —No mejorará más allá de esto.

¿Habla de mí? Claro que habla de mí, está justo a mi lado.

—Podemos continuar con los placebos, y las trans...­

Placebos. Transcutáneas y placebos. Cansancio y sueño. En un momento escucho a Hernán y al siguiente solo estoy yo.

—... las consecuencias. No se dará cuenta de cuanto ha sobre esforzado su cuerpo hasta que...

¿Hasta qué? ¿Qué es?

¡Quédate despierta!

—Su corazón podría detenerse si seguimos engañando a su cerebro así.

El silencio se prolonga en mi mente, sé que solo está dentro.

—...su simbionte, no hay nada que pueda hacer por ella. Solo... solo déjele con la terapia física, señor.

Palabras sueltas. Simbionte. Terapia.

— ¿Cuánto tiempo sin él?

Meses. Cuatro. Seis. Certeza. Señor. Las palabras son cada vez más aisladas, cada vez menos congruentes.

—Entonces solo debo apurarme a conseguir uno.

Máximo. Hernán habla con Máximo, pero ¿Qué quiere conseguir? Respiro profundo. Puedo hacerlo. Abre los ojos.

—Eso ya no es asunto mío joven Duque. Yo solo cumplo con mi deber médico. ¡Señorita! Me alegra ver que ha despertado.

Hernán se abalanza hacia mí. Máximo me mira directo a los ojos con sus labios fruncidos.

Simbionte. Simbionte. Simbionte. Repito una y otra vez en mi cabeza, no quiero olvidar la palabra. ¿Simbionte?

Una gran dosis de adrenalina me impacta. Despierto en medio de una profunda inhalación ¿Dónde estoy? No es mi cuarto. No es mi cama. Muevo mi cabeza en todas las direcciones, recorro todo el lugar con mis ojos en una danza caótica. Solo me detengo al ver justo a mi lado, como la última vez, a Máximo sentado. Sus ojos están un poco más abiertos de lo normal, entre sus labios un diminuto espacio abierto se muestra y sus cejas están ligeramente elevadas. Mi corazón aún late rápido, pero verle le calma, verle me calma.

— ¿Qué... —Intento leer algo en él aparte del sobresalto—... sucede?

—Tuviste una recaída. —responde, ya de regreso a su expresión usual, mientras deja de lado su dispositivo de lectura—. Mejorarás, fue solo un efecto secundario de las transcutáneas.

Transcutáneas... había algo que no... Cutáneas.

Hay una bolsa conectada a mi emblema. Alejo el brazo sin estar muy segura de porque lo hago, un líquido rojizo se riega sobre las sabanas azules. Azul, el color favorito de Máximo.

— Su cuarto... ¿Tu cuarto? —pregunto, sentándome de golpe— ¿Por qué tú cuarto?

—Mi habitación —Sus manos de palmas arriba me invitan a corroborar sus palabras—. Magdala no sabía dónde dejarte y te trajo aquí —explica.

Recuerdo haber estado bajo mi techo y sobre mi cama, pero quizá haya sido solo el efecto de mis desvaríos.

Intento moverme, dejar aquel lugar prohibido, aún estoy demasiado débil. No entiendo que le impide llevarme de regreso a mi habitación, alejarme de su espacio personal.

—No te apures en levantarte, puedes quedarte aquí hasta sentirte mejor.

—Lo siento. He sido demasiado imprudente sobre mis propios límites. Solo estaba dando un paseo con Magdala y... no volverá a pasar. —aseguro. Hablar aún me cuesta, la voz me sale apagada y lenta.

—Un paseo fuera de los muros —Agacho mi cabeza al escucharlo, como una niña que ha desobedecido a sus padres—. No vuelvas a salir, tus pulmones no están acostumbrados. Eso y tu situación no son buena combinación. El aire en la reserva maneja una concentración de oxigeno superior a la que estamos acostumbrados.

—Lo siento.

—No lo repitas. Una o muchas disculpas no cambia ninguna de tus acciones. No cambia el hecho de que husmeaste en el hospital sin mi permiso o que invadiste egoístamente mi privacidad e intentaste mantenerlo oculto.

¡Lo sabe!

Mi corazón se comprime a tal punto que no logro dar con palabras adecuadas para mi vergüenza, abatimiento o lo que sea esta sensación tan horrible. El calor me sube a las mejillas. Evado su mirada acusadora.

— Yo... —Yo no sé qué decir o cómo reaccionar—... lo siento. —insisto, pero no me atrevo a verle.

—No es el momento para tocar ese tema —dice, al tiempo que se pone de pie—. Pero te estas extralimitando conmigo. Si te ayudo, es porque no me conviene que enfermes, no hay nada más que nos conecte. No somos amigos y no somos confidentes. No vuelvas a meterte en mis asuntos privados.

Aún tengo la sonda de infusión en mano, goteando sobre las sábanas. Mi cabeza gacha y a Máximo dejando el cuarto. ¿Por qué las cosas no pueden salir bien al menos una vez? ¿Por qué Máximo debe saberlo todo?

Sé lo que nunca hemos sido, pero también he visto el progreso en nuestra relación. La compañía que el uno al otro brindamos y la confianza cotidiana que comenzábamos a formar. Me duele pensar que lo construido en cuatro meses de convivencia se ha perdido. Pero debo afrontar las consecuencias de mis actos, el peso de mis decisiones. Si lo que quería era tener una moneda de cambio en nuestro trato, no debería importarme que pierda nuestra relación a cambio. Y aunque lo sé, sigo sin poder huir de mis deseos de complacerle, de servir a los nobles como buena prometida, no puedo destruir el deseo creciente de llevarme bien con él.

NobilisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora