Capítulo 40: Preludio

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Los últimos tres días he debido encargarme de los preparativos de la celebración de cumpleaños de Máximo, lo que no solo me resulta estresante por tener la presión de dar un buen servicio a todos los que un día serán mi familia, sino que además me ha acompañado un creciente y palpitante dolor de cabeza, una debilidad desconcertante y una pesadez en todo el cuerpo que me mantiene de mal humor. Así que cuando uno de los comunes encargados del servicio, ubica en la posición equivocada los cubiertos de la cabecera del comedor, donde se sentará el rey para la cena, estallo en ira.

— ¡Hey, tu! Ese no es el lugar. —vocifero. Busco en la multitud a su superior y me dirijo a él—. ¡Jefe Damián! Usted es el encargado del servicio, ¿podría al menos verificar que sea el adecuado? ¡No soportaría que se le presentarán las cucharas de postre en el lugar de las de sopa a su majestad! ¿Sabe que el rey asistirá a esta cena, verdad? Es el cumpleaños del mismo sobrino de su majestad ¡Por favor! Algo de seriedad.

Me doy cuenta de lo estúpida que sueno, generando algarabía por nimiedades. Pero aunque no me reconozco, tampoco me disculpo o bajo el ritmo. Al contrario, continúo la revisión mental de la mesa. Repaso una a una las ubicaciones en el comedor, el rey a la cabeza, enfrentándolo en el lado opuesto la reina; a la derecha de su majestad Caesar y a su izquierda el duque Livio; a los costados de la reina su hijo menor y el duque Licinio sentados según los rangos; Alecto y Máximo a la derecha de los archiduques en rangos invertidos a sus edades; frente a ellos los consortes de sus tíos el señor Aquiles y la duquesa Martina; en el centro el espacio vacío de Magdala y frente a ella mi lugar. Aunque para equilibrar los géneros provocados por su ausencia me sentaré en el que sería su lugar entre Máximo y su papá. Suspiro con tranquilidad al ver que estaré rodeada de caras conocidas y, aunque no soy yo quién decide los lugares, no presento objeción.

He preparado el lugar de Magdala aunque sé de antemano que no asistirá, como no asistió a la fiesta de año nuevo y como no asiste a ninguna reunión, encuentro o lugar donde el rey esté presente. Un veto sobre el cual nadie parece hablar u opinar, ni siquiera Máximo, y de la que me he debido enterar por boca del personal común a cargo de los arreglos de rey. Los mismos que me han dado el orden de los lugares en la mesa y que conversan sin miramientos sobre las restricciones en la celebración de cumpleaños de Máximo; la única reunión privada de entre todos los miembros de la familia real, que se celebra fuera de la capital de la casa gobernante y donde no se permite publicidad o prensa. Lo que quita gran presión sobre mí, no me considero capaz de manejar un evento mediático sin entrar en crisis nerviosa y enfermar, más de lo que he enfermado, en el intento.

La encargada de los meseros me llama desde el salón principal, contiguo al comedor. Me giro hacia ella preocupada por los detalles de la recepción a sostener allí, donde decoración aún está a medio terminar, pero el movimiento me marea de golpe. Procuro avanzar sin dejar que nadie note mi malestar, sosteniéndome de los espaldares de las sillas. Consigo avanzar hasta el final de la mesa antes de que las piernas me fallen. Extiendo el brazo para apoyarme, pero solo alcanzo la tela del mantel. La porcelana tintinea al chocar una con otra, el agua de los floreros se esparce. Escucho a Damián gritar "¡Señora!" una y otra vez, con una voz demasiado chillona para ser suya. Yo termino de caer al suelo y conmigo platos, copas, centros de mesa y cubiertos se arrastran.

— ¡Señora! Esta...—grita el hombre agitado, a lo que yo solo puedo afirmar desesperada que me encuentro bien.

Intento ponerme de pie antes de que él siquiera ofrezca su ayuda. Pero en cuánto apoyo manos en el suelo y me impulso, compruebo que soy incapaz de mover las piernas. Una sensación húmeda y caliente me obliga a revisarme la mano. Permanezco sentada en el suelo unos segundos, observo los cristales teñidos de sangre incrustados en mi palma, antes de lanzar un chillido desgarrador. Comienzo a llorar de golpe, vocifero sobre como he arruinado el trabajo, sobre cómo deben organizar todo, pero sobre todo, me esfuerzo para fingir una preocupación exagerada por los cortes en mi mano para evadir cualquier intento de levantarme. Y aunque me esfuerzo por demostrar dolor, no siento nada aparte del calor.

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