Capítulo 51: Colateral

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Dos horas después descanso en la habitación que me fue asignada tras la cirugía, en el centro del edificio, cerca del área administrativa. Mantengo los ojos cerrados, necesito descansar mis sentidos. Me concentro en la música libre de frecuencias parásito, como me ha recomendado por Zoraida. Pronto percibo una perturbación en el aire, un aroma desconocido, el sabor salado de las lágrimas. Al abrir los ojos tengo frente a mí una figura amenazante observándome. Los ojos de Belladona son de un nuevo tipo de negro, inflamados en todo su alrededor, rodeados con el rímel corrido en una antiestética combinación con sus ojeras; las pestañas cortas, los labios pálidos y las arrugas, pronunciadas en la comisura de sus labios y en los bordes de sus ojos. Solo al final de mi análisis soy consciente de sus sollozos.

—¡Está muerto! —grita, su voz se desgarra en una frase, le falta el aire—. Y es tú culpa, tu querías llevártela lejos. Separarnos. ¡Ha sido tú culpa que la encontrasen!

Belladona se abalanza sobre mí, levanta su mano que amenaza con golpearme, pero sus movimientos me parecen lentos, como si se moviese tan despacio que yo logro tomarla por la muñeca a medio camino; la observo, consiente de sus amenazas, mientras ella empuña su otra mano y golpea mis piernas con poco entusiasmo, sin detenerse.

—Tú se la entregaste a ellos y por eso ella ha...

Cuándo rompe en llanto, me quedo en medio de la conversación, sin saber de qué me acusa, libero su mano. Sorprendida de mi propia fuerza.

—No sé a qué te refieres —digo, esperando que así me dé más información—. ¿Quién ha muerto?

—¿Me tomas por estúpida? —sus fosas nasales se expanden—. ¡Elora ha perdido su bebé, un bebé completamente sano ha nacido muerto! Todo por tu culpa, tú la confundiste con sinsentidos. Tú la alejaste de mí, y yo...

De repente mi cuerpo se siente sin fueras, una punzada de dolor me sacude. Bajo la mirada, tratando de asimilar la idea, una lágrima baja por mi mejilla y bordea mi rostro hasta deslizarse por el mentón. Belladona continúa gritando, y me ahoga la tristeza, la ira. La punzada se repite. En mis ojos, aún abiertos, se dibuja la imagen del bebé, sin vida, un ser rígido y pálido. Yo nunca he visto un cadáver, menos el de un recién nacido, pero no me cuesta hacerme la idea del niño arrugado, morado, sucio, con sus párpados cerrados, frío, muy frío.

Levanto la mirada en dirección a Belladona, que sacude mi cuerpo con fuerza y veo a una mujer desgastada, agotada. Mi dolor se desvanece. Y veo a una mujer que llora sin razón.

—Detente—digo, recibiendo una oleada de seguridad—. Deja de sacudirme, deja de llorar y gritar, eso no traerá de vuelta al bebé.

La inevitabilidad de los hechos me golpea al formular esas palabras con mis labios, siento la energía regresar a mí.

—Yo no maté a ese niño—continuo, con voz monótona—. No es mi culpa.

Estoy convencida de ello, lo suficiente para que mis manos recobren el calor, para que mi mente esté clara de nuevo. Veo los ojos de Belladona que se empequeñecen, su labio inferior tiembla como si hubiese algo que quisiera decir, pero no habla, sino que se aleja despacio y sin girarse.

—No lo creía. No podía creerlo, tenía que observarlo primero— su voz pierde firmeza, se cubre la boca con sus manos—. Una noble, una mujer.

Parpadeo un par de vez, consciente de que conoce más de lo que debería saber, consciente de que si lo sabe es porque los reyes así lo han permitido, consciente de que no lloro, de que no hay culpa ni hay dolor. De todos modos me incomoda la presencia de Belladona, me recuerda una ansiedad que jamás llega y una pena que se esfuma antes de aparecer.

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