Capítulo 37: Mi Caesar

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Mientras se acercan el rey y la reina, voy soltando mi agarre sobre el brazo de Máximo, hasta que solo mis dedos temblorosos le tocan. Caesar y su hermano menor acompañan a los reyes. Al verle comienzo a estudiar la idea de soltar por completo el brazo de Máximo, pero término por aferrarme a él con más fuerza ante la indecisión. Me muerdo el labio por dentro. Con disimulo reviso una y otra vez su expresión, insegura de cuál debe ser la mía. ¿Debo sonreír? Quizá me convenga presentarme tímida.

A nuestra derecha el duque Livio y el señor Aquiles, se mantienen tranquilos. Más allá, cuidando de dejar el espacio en el medio para los reyes, esperan en orden el duque Licinio, la duquesa Martina y el duque Alecto, sin rastro de Magdala.

Entre más cerca están más me concentro en seguir a Caesar con la mirada. Incluso intento, sin ningún disimulo, regalarle una sonrisa cuándo pasa frente a nosotros, pero sus ojos no se desvían ni una sola vez en mi dirección. Entierro mis dedos en el brazo de Máximo al ser pasada de largo. Un vacío me revuelve el estómago. Apretó la mandíbula molesta. Mi lugar no es junto a Máximo sino frente a toda la multitud, solo un par de pasos detrás del rey.

La amargura me acompaña durante el discurso y los actos protocolarios, que cesan unos cinco minutos después. Tras lo cual lucho por contener mi afán de enfrentar a Caesar como prometida de su primo. Pero la sala se mantiene en orden, las familias se dispersan en parejas y los niños se retiran a un salón cercano. Máximo se vuelve a mí en calma. Por un instante fugaz usa su mano bajo la clámide para cubrir la mía con fuerza. Sus labios y ceño se fruncen, sus ojos me gritan.

Cálmate —leo en sus labios. En silencio asegura mi agarre sobre su brazo antes de volver a la normalidad.

Me agito ante la profundidad de sus gestos, su significado y su silencio. ¿Cómo supo que estaba ofuscada?

Estoy tan consternada por la actitud de Máximo, que no reacciono sino hasta estar frente a frente con el rey y sentir un tirón recordándome que debo presentar mis respetos. ¡Los reyes! Una corriente helada me templa la columna.

—¡Majestad! —vocifero mientras me inclino, tras escuchar mi nombre—. Es un honor estar en su presencia.

Máximo tira de mi brazo para hacerme levantar, pero me aseguro de mantener la cabeza gacha.

—Mírame a los ojos, Aletheia —ordena el rey.

Obedezco sin demora, como si su voz me controlara. El hombre me observa fijo y yo soy incapaz de sostenerle la mirada. Me disculpo tímidamente y bajo la cabeza. En el recorrido mis ojos se cruzan con los de Caesar. Su mirada es sosegada y temerosa, aunque se esfuerza por parecer firme. No me esquiva, pero tampoco me sigue.

—Déjame ver tu rostro, querida —ordena la reina, tomando mi mentón con sus dedos—. ¿Qué te pone tan nerviosa?

Sacudo la cabeza y sonrío al encontrarme con ella frente a frente. Las manos de la mujer me sujetan y encuentro confort en su tacto.

—Nada, mi reina. Es la emoción. —contesto. Repuesta por sus palabras, retomo las riendas de mi comportamiento.

El resto de la presentación transcurre bajo mi completo control. No tiemblo al saludar a Caesar, no me dejo afectar por su mal fingida indiferencia. Me centro en mi papel junto a Máximo. Y así mismo hago el resto de la velada, camino junto a él con una brillante sonrisa y animada cortesía saludando a cuanta persona se detenga a conversarnos. Dejo que los halagos vayan y vengan. Descubro el aire de superioridad con el que los duques se refieren a él, incluso sin que ellos mismo sean conscientes. Lo leo en sus maneras perfectas de tratarlo, como el marques que le saben. Reviso el rostro de Máximo, siempre compuesto y suspiro.

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