Epílogo

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La oscuridad del océano pacífico me resulta escalofriante, sus aguas son rebeldes en inquietas, como incitando a la locura. El ambiente en la esfera es fresco, pero el sol sobre nosotros es intenso. Adormilada por el tiempo de viaje me dejo caer sobre el hombro de Máximo, quien me rodea con su brazo, ante los ojos del niño frente a nosotros.

—¿Te falta mucho? —pregunto resignada, acomodándome en su pecho mientras el mantiene su atención en la terminal.

—Solo reviso los detalles, no hay razón para preocuparse —dice, sin girarse hacia mí.

En el cronómetro de viaje aún faltan varios minutos para alcanzar nuestro destino, y entre más cerca estamos más consciente soy de lo que estoy por hacer.

Invito al niño a sentarse en mi regazo, me aferro a él como lo he hecho los últimos dos años, sintiendo su calor para guardarlo en mi mente, donde espero me acompañe durante la travesía que emprenderé. Me despido reforzando en mi lucidez la decisión que he tomado.

En América ya no hay lugar para mí, me recuerdo, mientras beso la frente del niño, sé que no me extrañará, ni él ni nadie. No lo hará Elora, que nunca supo de mi relación con la muerte de su hijo, y aún insiste en apegarse a mí cuando yo difícilmente soy capaz de tenerla cerca sin ahogarme en culpa. Mucho menos mis padres que se han acostumbrado a mi ausencia; o los reyes, que sin llegar a perdonarme se enfocan en Alejandro. Solo hubo alguien que fue para mí desde el principio, que debió acompañarme a lo largo de mi vida y a quien yo misma le negué su lugar.

El recuerdo de Caesar siempre me ha de perseguir. Jamás encontraré paz si no soy capaz de alejarme de mis actos, de los lugares donde convivimos, de las personas que conocimos y de lo que una vez nos unió. Incluso así, quizá nunca pueda dejar de temblar ante sus recuerdo, de suspirar ante mis pecados.

Quizá nunca deje de doler.

Mientras lucho por contener mi tristeza siento la mano de Máximo acariciar mi cabello. Levantó la vista hacia él. Acaricio al niño, él estará bien.

—No estés asustada —dice Máximo, con un destello de gentileza escapando de sus ojos—. Sé que no te llevas bien con mi hermana, pero Alecto y mi madre también estarán ahí.

—Pero...—muerdo mi labio antes de decir su nombre—. Caesar y tú, no. Aquí no hay nada para ti ¿Por qué no vienes conmigo? —pregunto de nuevo, aun sabiendo bien la respuesta.

—No es el momento —contesta. Dejando cualquier intento de conversación en el aire.

Yo sé bien que Máximo no es capaz de dejar a su padre atrás, al final, es la única razón por la que rechaza el exilio. Sin el Duque Livio, solo él lo ata a este lugar.

—Lo amas, ¿no es cierto? —pregunto.

—Es papá, y un buen y solitario hombre.

El niño salta de mis brazos a los brazos de su padre. Suspiro.

—Vamos Caesar —dice Máximo—, mamá estará lejos un tiempo. ¿Por qué no te quedas con ella un poco más?

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