CAPÍTULO 31. Epílogo

107 10 10
                                    

Epílogo

Cada final contiene necesariamente un nuevo comienzo.

Hannah Arendt


2020

POV Annie

Llevaba un tiempo sin ver a mis abuelos. Cuando se jubilaron, decidieron quedarse con la casa de mis bisabuelos paternos y quedarse en Brusendorf de forma permanente. Mi abuela le tenía un cariño especial. Sus padres habían vivido una gran historia de amor durante la segunda guerra mundial y, pese a tener que acabar exiliándose en Escocia, siempre volvían allí. Incluso cuando, en 1961, se construyó aquel esperpento que estuvo más de 25 años separando los corazones de los alemanes, ellos continuaron visitando por temporadas la casa.

Cuando ambos murieron, mi familia dejó de venir salvo ella. Mi abuela María sentía que esta casa contenía gran parte de la historia de sus padres y se quedó con ella. El abuelo Javier también había estado varias veces de niño y sabía que, si María era feliz con eso, él también lo sería.

Yo estaba pasando por una especie de crisis existencial. Llevaba un par de años saliendo con Jamie MacKenzie. Un escocés que conocí en Glasgow cuando comencé un máster sobre periodismo internacional. Pelirrojo, metro noventa, ojos cristalinos. Fuerte acento y enamorado de las Highlands, fue, poco a poco, ganándose mi afecto hasta que me di cuenta que estaba perdidamente enamorada de él.

Cuando decidí venir a Brusendorf para tomarme un tiempo de todo, jamás pensé que una pandemia mundial haría que esas semanas se convirtieran en meses de aislamiento. Aunque eso me había permitido conocer más la historia de mi familia, por casualidad, una mañana fría de abril.

Estaba buscando sábanas limpias en un armario cuando toqué algo con la yema de los dedos al fondo de la balda. Cogí una silla y, tras alzarme, vi que lo que había tocado era una caja de madera envejecida. La cogí con ambas manos. No pesaba mucho, su tacto era algo áspero y tenía un cierre sin llave. Mi espíritu periodístico se iluminó cuando vi en su interior varias libretas. Era alemán, pero mi corazón me dio un vuelco cuando leí la firma de la persona que había escrito aquellas letras. Anne Lukin. Mi bisabuela.

Podría no ser nada o podría ser un diario. Tendría que pedir ayuda a mis abuelos. Ellos hablaban alemán.

Mi abuelo Javier había estudiado derecho en Oxford y había logrado entrar años después en un gran bufete de abogados, donde ejerció durante años hasta que decidió mudarse a Bruselas cuando mi abuela María, como activista para la protección de los refugiados de guerra, acabó formando parte de ACNUR y daba conferencias para la comisión europea. Mi padre, Noah, se había criado entre derechos civiles y defensas contra los derechos de las personas más vulnerables, así que acabó de diplomático.

Recuerdo a Anne. Murió antes de cumplir yo los diez años. Recuerdo sus ojos verdes que te atrapaban sin quererlo. La fortaleza que desprendían sus arrugadas manos cuando agarraba tu mano. Su sonrisa que le hacía casi desaparecer los ojos. Y cómo se ponía triste al recordar a su marido, el bisabuelo Gèrard. Sus ojos se hundían y suspiraba mirando hacia la nada. Él falleció unos años antes de un ataque al corazón. Mi padre decía que su luz se apagó el día que él se marchó. Cuando ella se fue, toda la familia vino a Brusendorf. Ambos acabaron aquí. Su vida la hicieron en Escocia, pero su corazón jamás salió de Alemania. Mi abuela intentaba reunir a toda su familia al menos un fin de semana al año. Venían mis tíos abuelos Ian y Aarón, y la tía abuela Faith, con sus hijos y sus nietos. Éramos un clan grande y, aunque nos veíamos pocos, ese fin de semana al año éramos una piña. Fue siempre idea de mis bisabuelos. Primero en su gran casa de Banchory y, cuando murieron, mi abuela decidió seguir la tradición aquí.

Fräulein AnneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora