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Dos años después.

Namjoon jamás pensó que regresaría a Port Pleasant, y mucho menos que lo haría para asistir al funeral de Taehyung. Aún no podía creerlo. Un accidente de tráfico, un maldito árbol, y su hermanito había dejado de existir para siempre.

Estrelló un puño contra el volante. No lograba asimilar la idea de que no iba a verle nunca más. No quería mortificarse, pero le resultaba imposible no preguntarse si había hecho lo correcto largándose a Santa Fe. Aún no estaba seguro de si había tomado esa decisión para proteger a su madre y a su hermano de la clase de persona en la que se estaba convirtiendo, o si, en realidad, se había limitado a huir de sí mismo, de los recuerdos y el desastre en el que acabaría convirtiéndose su futuro de un modo inexorable.

Con solo diecisiete años, Namjoon había cometido infinidad de robos y allanamientos; destrozado un par de coches durante las carreras ilegales que tenían lugar en la carretera de la costa; y enviado a más de un tipo al hospital por las peleas en las que su padre le obligaba a participar.

Los dos años que había pasado en el centro de menores habían sido como un bálsamo para su alma. Su padre había muerto dos días después de que a él le encerraran, a causa de un infarto que nada tenía que ver con las lesiones de la agresión; eso habían dicho los médicos. A Namjoon le daba igual el motivo por el que la había palmado. Lo único que le importó en aquel momento fue que ya no tendría que pasarse las noches en vela pensando si su madre o su hermano estarían bien, o si, por el contrario, aquel sería el día que al cabrón se le iría la mano más de la cuenta. Saber que estaban en peligro y que él no podía hacer nada para protegerlos, habría sido una tortura mayor de la que podría haber soportado.

Cruzó el pueblo en dirección a las afueras, hacia el barrio donde había vivido la mayor parte de su vida. Allí todas las casas eran iguales, separadas las unas de las otras tan solo por un muro de ladrillo, insuficiente para tener algo de intimidad. En un barrio como aquel todos se conocían y las miserias eran de dominio público. No estaba muy lejos de las zonas de clase media, ni de la colina donde se alzaban las grandes casas sureñas de los ricos; y, al mismo tiempo, se encontraba a un mundo de distancia.

Detuvo el coche frente a la que había sido su casa. Se sorprendió al ver el jardín delantero con un césped impoluto. En el porche había un pequeño balancín, y de la viga de madera que lo sostenía colgaban maceteros con flores multicolores. Se bajó con el corazón latiendo muy deprisa y contempló la entrada. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había cruzado aquella puerta.

—¡Namjoon!

Su madre apareció en el porche y corrió hacia él. Se quedó inmóvil, mudo de la impresión, y solo fue capaz de abrir los brazos mientras ella se precipitaba entre ellos. La estrechó contra su pecho, preguntándose en qué momento se había convertido en aquel ser, pequeño y frágil. La apretó con más fuerza e inspiró el olor a lavanda que desprendía su pelo. Se le encogió el alma al sentir aquel aroma tan familiar que seguía grabado en su cerebro después de tanto tiempo.

Habían pasado dos años desde la última vez que se vieron, poco antes de que él terminara de cumplir su condena, y en todo ese tiempo solo habían hablado por teléfono. La apartó un poco y le dedicó una sonrisa. Estaba tan pálida y demacrada que habría podido pasar por el cadáver que les esperaba en la funeraria. Solo tenía cuarenta años, pero el espejo de su cara reflejaba muchos más, demasiados.

—Estás muy guapo —dijo su madre mientras le acariciaba la mejilla—. Y mucho más alto. —Lo miró a los ojos y soltó un suspiro entrecortado. A ella le dolía contemplarlos porque eran iguales a los de Taehyung: de un marrón claro salpicado de máculas verdes, y con largas y espesas pestañas que los ocultaban cuando los entrecerraba—. Anda, vamos adentro. Aún faltan un par de horas para el funeral, y seguro que estarás cansado del viaje.

Namjoon se inclinó para besarla en la frente. Le rodeó los hombros con el brazo y, juntos, se dirigieron a la casa. Se detuvo en el porche y cerró los ojos. Durante un segundo, pensó que no podría hacerlo, que no podría entrar. Tomó aire y se obligó a cruzar el umbral del que había sido su infierno.

Limits- KNJDonde viven las historias. Descúbrelo ahora