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—¿Por qué lo esposan? ¿Por qué se lo llevan? ¡Él no ha hecho nada! —le gritaba Paulina a su padre.

—Es el procedimiento, Pau. Tienen que detenerle. Estaba a punto de lanzar por ese precipicio a tres personas —intentaba explicarle su padre.

—Quiero ir con él. Quiero ir con él.

—No puedes. No te metas o me apartarán del caso y no podré ayudarle.

Aquellas palabras hicieron que Paulina cesara en su empeño. Se quedó mirando cómo uno de los policías sujetaba la cabeza de Namjoon para que no se golpeara al entrar en el vehículo. Él le sostuvo la mirada sin mover un solo músculo de su cara. Había aprendido a leer aquel rostro y lo que vio la asustó hasta la médula. Vio rabia, dolor; a alguien que se había ido resquebrajando poco a poco hasta romperse por completo. Alguien que se había rendido y que la daba por perdida. Y eso solo significaba una cosa: que ella también lo había perdido a él.




Habían pasado tres semanas desde que habían detenido a Namjoon, y esa mañana, por fin, lo pusieron en libertad. El fiscal había presentado cargos contra él por intento de homicidio, pero el proceso ni siquiera llegó a iniciarse. Una vez que el abogado que le asignaron empezó a aportar pruebas, testigos y una larga lista de atenuantes y circunstancias, el fiscal decidió retirar los cargos. No había caso. Ningún jurado lo condenaría, y mucho menos tras la tensión social que se había generado al conocerse la magnitud de los hechos. Aunque, quizá, la razón de mayor peso fue que el juez Halbrook supo de qué hilos tirar para que el chico pudiera salir libre. A veces, los hombres buenos se veían obligados a hacer cosas no tan buenas para impartir justicia.

El juicio contra Hoseok iba a celebrarse en pocos días. Sería juzgado por tráfico ilegal de drogas, homicidio, tentativa de homicidio y lesiones, por lo que le esperaría una larga vida entre rejas. Namjoon no pensaba asistir. No iba a quedarse. En la cárcel había tenido tiempo para pensar, para darse cuenta de que tenía un problema consigo mismo que no podía ignorar por mucho más tiempo y al que debía hacer frente. Esta vez se despidió de todos sus amigos y no salió huyendo como solía hacer. Los reunió en su casa y les contó los planes que tenía. Se comprometió a mantener el contacto, y esta vez pensaba cumplirlo. Los chicos no terminaban de entenderlo. Entre todos formaban una familia. Perder a uno de sus miembros, de nuevo, no era fácil. Yoongi fue el que peor lo encajó. Estaba cansado de despedidas y de no poder tener cerca a su mejor amigo. Y Hwa ni siquiera apareció. Días antes se había marchado a Carolina del Sur para vivir con su abuela. Namjoon cenó con su madre, y se dijeron adiós como si solo se estuvieran dando las buenas noches y fueran a verse al día siguiente. Sabían que aquello no era un adiós, sino un hasta pronto.

Cargó el Shelby con sus cosas y le echó un último vistazo a la casa. Su madre alzó la mano desde la ventana y la agitó, esbozando una sonrisa. Él le devolvió el gesto y, tras tomar una bocanada de aire, pisó el acelerador. Le quedaba un último sitio que visitar antes de marcharse.

Prácticamente había anochecido cuando llegó al cementerio. Se bajó del coche y echó un vistazo alrededor. Con las manos en los bolsillos caminó sobre la hierba pulcramente cortada. Los grillos cantaban en todos los rincones y a lo lejos se oía el chapoteo y el croar de las ranas del pequeño lago junto al que solía jugar de pequeño con Taehyung y sus amigos. Sonrió al recordar cómo se retaban a cruzar el cementerio en plena noche. Ahora era él quien se retaba a sí mismo para no echarse atrás. Serpenteó entre las tumbas con el estómago revuelto. Cada pocos pasos se detenía, tomaba aire y se obligaba a continuar. Necesitaba hacer aquello. Sus ojos se posaron en una lápida de granito en la que solo aparecía un nombre y unas fechas: Kim, 1969-2009. Se acercó muy despacio y se quedó mirando el suelo donde reposaban los restos de su padre. La adrenalina inundó su torrente sanguíneo y comenzó a sudar. Estaba allí, muerto, bajo dos metros de tierra donde no podría volver a hacerle daño. Entonces, ¿por qué aún sentía su aliento en la nuca y sus manos en el cuello dejándole sin aire? Se agachó y tomó un puñado de tierra. Se había pasado toda la vida teniendo miedo, y continuaba teniéndolo. Miedo a ser como él, a arrastrar la maldición familiar. «No lo soy», pensó. Pero ahora debía creérselo y darse cuenta de que la sangre no dictaba quién era. Se puso de pie y se alejó sin más. Nunca había sido nada suyo, solo un extraño, una pesadilla de la que había despertado. Cruzó el cementerio, sin prisa, en dirección a la tumba de Taehyung. Cuando alcanzó la lápida encontró sobre la hierba unas flores frescas. Un movimiento llamó su atención y vio una chica alejándose. La luz de la luna llena incidía directamente sobre ella, iluminándola con un halo pálido y espectral. La mujer se giró hacia él y se quedó inmóvil. Era Jiwoo. Ninguno de los dos se movió, solo se miraron. Al final ella volvió a darle la espalda y se alejó. Entre ellos ya estaba todo dicho, era una de las pocas personas a las que había accedido a ver mientras estaba detenido. La chica había sido importante para su hermano y ese lazo entre ellos era trascendental. Una parte de él la culpaba de lo ocurrido, no podía evitarlo, pero también sabía que no tenía razón al pensar así. Jiwoo era otra víctima. Una muñeca rota con pocas posibilidades de recuperarse del todo, y Namjoon sabía lo malo que era vivir así, hecho pedazos. Hablaron durante dos horas y trató de aliviar el sufrimiento y la culpabilidad que ella sentía. No sabía si lo había logrado, pero esperaba de todo corazón que sí. 

Limits- KNJDonde viven las historias. Descúbrelo ahora