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¿Cómo puede haber pasado una semana tan pronto?», pensó Paulina al oír la voz de su madre ascendiendo desde el vestíbulo, e inmediatamente se arrepintió. La adoraba, pero era una mujer con unos problemas de personalidad preocupantes. El famoso complejo de Peter Pan se quedaba a la altura de un simple dolor de cabeza en lo que a su madre se refería. No asumía el paso del tiempo. Para ella, el mundo se había detenido en aquellos años de instituto en los que había sido la reina del baile, la reina de la belleza y la reina del quarterback del equipo. La chica más popular de Port Pleasant.

La relación que mantenía con ella no era sencilla. Sentía que tenía una hermanita pequeña a la que debía controlar, y no una madre. Su padre la justificaba continuamente y hacía oídos sordos a las evidencias. Paulina conocía el motivo por el que él se comportaba así: se sentía culpable por haberle cortado las alas, algo que su madre le recordaba cada vez que tenía ocasión. Se había convertido en una experta en manipularle. Como si ella no hubiera hecho nada en aquella fiesta, en la que sus vidas cambiaron para siempre al concebir un bebé bajo los efectos del alcohol. Primer año de universidad, de hermandades, de libertad; y nueve meses después cargaban con un bebé regordete y llorón de enormes ojos grises.

Su padre continuó estudiando para poder licenciarse y conseguir un futuro para su nueva familia; y su madre regresó al pueblo para ahogarse entre pañales y biberones. Ahora vivía esa juventud que no había tenido, y no era malo que lo hiciera, porque solo tenía treinta y nueve años. El problema residía en el modo que lo hacía. Un modo del que Paulina se avergonzaba en muchas ocasiones.

—¡Hola, Helen! —saludó desde la escalera. Ahora ni siquiera le permitía llamarla mamá, sino por su nombre. Forzó una sonrisa y bajó los peldaños para abrazarla.

—¡Oh, hola, Pau!

—¿Qué tal tus vacaciones?

—Maravillosas —respondió con su sonrisa perfecta—. Ese balneario es estupendo y los tratamientos casi milagrosos.

—Pero tú no los necesitas. Eres preciosa, ma... —se corrigió a tiempo—, y maravillosa.

Su madre sonrió y volvió a abrazarla.

—Tú sí que eres maravillosa, aunque deberías cuidarte un poquito esas ojeras —la reprendió como si hubiera cometido un delito de primer grado. Suspiró y se pasó

la mano por la frente—. Estoy cansada. Creo que subiré a echarme un rato. ¿Podrías subir las maletas, mi amor?

—Por supuesto, cariño, enseguida —respondió de inmediato su padre, que intentaba cruzar el umbral con dos maletas enormes en las manos y una tercera colgando

de su hombro.

Aquello hizo que Paulina pusiera los ojos en blanco. Los despidió y se dirigió a la cocina a por algo frío que beber. Ese verano estaba siendo uno de los más

calurosos que recordaba, y la temperatura no hacía más que subir. Encontró a Han limpiando unos tarros de cristal que iba guardando meticulosamente en una caja de cartón.

—¡Buenos días! —saludó Paulina.

—Buenos días.

Paulina abrió la nevera y sacó una jarra de té helado. Se sirvió un vaso y, mientras bebía, observó a Han. Le apenaba que una mujer tan joven y guapa tuviera

siempre esa expresión triste y cansada, y la sonrisa de una anciana que considera que su vida ya no puede aportarle nada especial. Era el rostro de una persona que ya no tiene deseos. Se preguntó qué clase de vida habría tenido.

Limits- KNJDonde viven las historias. Descúbrelo ahora