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22 horas

Ningún camino llevaba fuera. Llegué a esa certeza tras caminar lo que me parecieron horas por los laberinticos pasillos. Encontré de todo: baños, habitaciones, aulas, incluso un baile de fin de curso, donde coronaban a dos alumnos. Pero no había ni rastro de la puerta que daba al exterior. Ni siquiera es que el lugar me pareciese aterrador ya. Nadie me hablaba, ni me miraba, pero tampoco podía irme.

Cada camino que seguía, rozando con mis dedos las paredes de ladrillos, conducían a las mismas escaleras exactas. No estaba segura de en qué momento me equivocaba de camino, pero estaba claro que lo hacía. Daba la vuelta, deshacía mis pasos, tomaba una nueva bifurcación que me resultaba desconocida, y acababa en las mismas escaleras que ascendían.

La extraña señora que me había arrastrado hasta el aula no había cruzado escaleras y subir, no tenía mucho sentido. Teniendo en cuenta que veía el exterior a mi altura a través de enormes ventanales, que no podía abrir ni romper, aunque lo intenté con muchas ganas, estaba claro que debía estar en la misma planta que la salida. Pero acabé rindiéndome.

Quizá sí que hubiera salida en otra planta, o alguna ventana más débil. Sin embargo, una vez que empecé a subir escaleras, me di cuenta de que no acababan. Subí, subí y subí, pero no llegué a ningún lado. Decidí volver a bajar, porque ya no tenía aire en los pulmones y me ardían las piernas, pero tras bajar de nuevo el millón de escaleras, me di cuenta de que no estaba yendo a ningún lado.

―¡¿Cómo es posible?! ―grité al hueco de la escalera, que no tenía final ni hacia arriba ni hacia abajo. El eco me devolvió mi voz―. ¡Socorro!

Un golpetazo fue la única respuesta. Me caí tres escalones más abajo antes de poder aferrarme a la barandilla. Había temblado toda la torre y temí que fuera a derrumbarse. Corrí escaleras abajo, sin más quejas. Tenía que salir como fuera de allí. Y la puerta tenía que estar en algún sitio. Quizá había subido mucho más de lo que pensaba.

Un nuevo golpe sacudió la torre y una cortina de polvo me cayó encima. Corrí más rápido y me tropecé con mis propios pies. Había un motivo por el que no hacía ningún deporte. Y menudo momento para acordarme de que no hacía deporte...

Estuve a punto de chocarme contra la puerta, cuando acabó la escalera abruptamente. No paré, porque el temblor en la torre se hizo continuo. Empujé la madera podrida, que se partió en pedazos, y salí al otro lado. Tuve un segundo, solo uno, para darme cuenta de que lo que había sobre mí, era el suelo.

Y me precipité sobre él.

Algo frenó en seco mi caída y pude procesar entonces las cosas. La torre estaba al revés, unida al cielo rosa. Lo que veía, a muchísimos metros de mí, era el césped blanco. Si me caía desde ahí iba a matarme. Alcé la cabeza entonces, para ver qué había detenido mi caída y solo pude mirarle boquiabierta cuando le vi.

Era un caballero, con armadura completa, salvo un guante, que dejaba que su mano se uniese a la mía, piel contra piel. Estaba agarrado a una columna y parecía tener dificultades para mantenerme sujeta de aquella forma. Había caído desde lo alto de la torre, así que yo no tenía paredes ni nada más donde asirme y él se sujetaba a aquella columna, aunque no acababa de entender cómo lo hacía. El brazo con el que no me sujetaba estaba aferrado en un abrazo a la columna, con los pies en el suelo de la torre, como si la gravedad no fuese con él. El brazo con el que me sujetaba estaba extendido sobre su cabeza.

―No me sueltes, por favor ―supliqué.

―No lo haré, nunca lo haría ―respondió, con una voz grave y profunda.

Me sorprendió aquello, de alguna manera, porque era familiar. Tanto como las siluetas en la sala de visitas o el propio edificio. Era como si, de alguna forma, formasen parte de mí, una parte que no podía recordar.

Cuando llegue tu hora - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora