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Christopher

Aquel día me dolía la pierna. Era una tontería, ya la tenía curada prácticamente, así que debía tener relación con que iba a ver a Ashley. De hecho, la estaba esperando delante de la clínica de su psicóloga, que estaba en una casita encantadora de dos plantas, cuadrada y ligeramente alzada del suelo medio metro por unas vigas gruesas. Estaba cerca del río que bajaba de Millerfort y cuando la nieve se derretía, el caudal solía llegar hasta aquellas primeras casas, por eso estaban elevadas.

Traté de decirme que el dolor era por el frío, porque las temperaturas parecían descender cada día. De hecho, la niebla no nos había abandonado desde el amanecer, y ahora que se estaba haciendo de noche (en Havenfield casi anochecía antes de amanecer, en realidad). La niebla apenas permitía ver a más de un par de palmos de distancia. O quizá el dolor tenía que ver con que había pasado de la recomendación del médico de no hacer más de media hora de ejercicio y había estado casi dos y media corriendo.

Intentaba huir de la culpabilidad que, pese a todo, estaba seguro de que era el verdadero problema. No pude dormir la noche anterior por pensar en tener que encontrarme con ella, y por las pesadillas que me acosaban, claro. Había aceptado porque se lo debía, pero hubiera preferido mantenerme lejos...

Cuando un par de días antes me había preguntado por mi pierna... Había estado a punto de ahogarme yo solo. ¿Cómo podía preocuparse por mí cuando por mi culpa...?

Perdí el hilo de mis pensamientos cuando surgió entre la niebla, como una preciosa aparición celestial. Venía acompañada de Hades, que me vio antes que ella y corrió a saludarme. Tampoco entendía lo de su perro, pero acaricié su cabeza como saludo.

Era raro que Ashley, pese a lo que estaba viviendo y... el accidente, no hubiera perdido esa sonrisa perfecta. Me parecía incluso más preciosa que antes. Me saludó con una mano, con las mejillas algo rojas, aunque parecía tener frío, porque escondía la barbilla en su bufanda gruesa.

―¿Cómo estás? ―saludé con timidez.

Me había mandado un mensaje la tarde anterior para decirme la hora y el sitio de la psicóloga y luego había asegurado que no era necesario que la acompañase. Yo le dije que iría y no habíamos hablado más. Ahora me sentía nervioso, como un niño el primer día de clase, o como un idiota delante de la chica a la que quería y a la que le había hecho más daño del que jamás podría perdonarse.

Se limitó a frotarse las manos enguantadas y a echarse el aliento en ellas. Supuse que tenía demasiado frío para escribir en el móvil, así que le hice un gesto para entrar en la consulta. Lo hizo delante y me pareció que conocía bien el camino, aunque había salido del hospital la semana anterior. Tal vez iba a diario desde entonces.

Saludó a la recepcionista con un gesto y ella nos indicó que la psicóloga aún estaba con el paciente anterior y nos pidió que esperásemos en unas sillas que había allí. Ashley se quitó la parte superior de los guantes, que eran estilo manopla, para dejar a la vista la punta de sus dedos. Me pareció un atuendo encantador, que solo podía quedarle bien a ella. En realidad, Ashley era adorable, llevara lo que llevase.

Me di cuenta de que tenía la vista clavada en la chica y que sonreía. Agradecí que ella tuviera la vista centrada en su móvil. Escribió algo y lo giró hacia mí para que viese su mensaje.

«Gracias por venir», me escribió y me dirigió otra sonrisa perfecta.

―No me des las gracias, por favor, es lo menos que podía hacer. Mira, por cierto, encontré una aplicación que a lo mejor te gusta...

No iba a reconocer que me había pasado toda la tarde anterior y parte de la noche buscando una aplicación gratuita que pudiera venirle bien para no darle mal rollo. Saqué mi propio móvil para mostrársela, escribí un saludo y le di a reproducir. Una voz femenina bastante agradable (no como las normales y mecanizadas de ese tipo de programas), leyó el mensaje de una forma muy correcta.

Cuando llegue tu hora - *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora