Magia de Sangre

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Una semana.

Eso fue lo que tardo Sirah en superar las pesadillas de ella cayendo de la escoba.

Parecía una eternidad.

Pero no era más que eso: siete largos días donde se hundió tanto en sus estudios que solo le quedaban unos cuantos minutos al día para salir de la sala común, ir al gran comedor, picar unos trozos de tostada y beber su siempre fiel té con leche.

Siete largos y ajetreados días de estudio y pocas horas de sueño -buscando escapar de pesadillas interminables sobre caídas libres y voces que le ponían los pelos de punta-, siete largos días donde había ignorado deliberadamente los intentos de Orión para quedar con ella en algún lugar apartado de las miradas chismosas y susurros inquietantes.

Tomémoslo con calma.

Eso había querido decir en el árbol frente a la cabaña de Mary, pero Merlín sabe que lo último que habían hecho ellos era tomárselo con calma, y tenía un revolcón en el césped y una escapada a las cocinas que se lo recordaban a cada instante.

Estás hecha un lío, Sirah. Se reprendió mentalmente.

La euforia de las serpientes gracias al partido había pasado muy pronto y se había llevado consigo los días de tranquilidad en los pasillos, reemplazándolos con incontables deberes que dejaban los profesores y mucho más trabajo por parte de los prefectos.

Justo ese día una docena de chicos de primer año habían acorralado a Sirah en su sofá favorito exigiendo que les ayudara a comprender como rayos transformar una rata en una copa sin que el pobre animal muriera de un infarto en el proceso. Debía admitir que esas pequeñas situaciones la hacían despegar su mente de ciertos ojos azules tormentosos y enfocarse en su presente.

Dominique había estado muy tranquila y silenciosa como para haber descubierto que Orión y ella eran..., sea lo que sea que fueran. Y Sirah no podía hacer más que agradecerle su silencio, ya que no se creía capaz de mantener una conversación al respecto sin invocar un ataque de pánico. Issa, siempre tan perspicaz, parecía notar que algo andaba mal y sin embargo, nunca presionó al respecto. Otra cosa más por la cual agradecer.

El galeón hechizado que le había regalado Orión, se mantenía como un constante recordatorio de que todo lo que había pasado no era fruto de su alocada imaginación. Los primeros días había intentado dejarlo en la habitación, y sin embargo, siempre que revisaba el bolsillo de su túnica lo encontraba ahí, como un ligero peso que la mantenía centrada en la tierra e impedía que su mente y su alma volaran solitarias por el cielo. Casi se había convertido en un consuelo para ella, saber que tenía ese lazo invisible que los unía. Casi.

Había dormido tan poco que ya no tenía trabajos pendientes ni alguna razón que la atara a la sala común, por lo que decidió dedicar su tiempo a una lectura ligera que le despejara un poco la mente, como lo hacía Jane Eyre.

Sentía los murmullos de los estudiantes de su casa como una frágil melodía, la hacían consciente de que no estaba sola, incluso las piernas de Thomas que reposaban en su regazo como un peso constante trataban de atarla al presente. La voz de Regulus que le explicaba runas antiguas a Issa y las risas de Dominique, que intentaba hechizar aviones de papel hechos por Blaine, llegaban a ella y la encadenaban a la realidad.

Suspiró, porque llevaba tanto tiempo en silencio que su alma necesitaba liberar en forma de aliento todo aquello que la mortificaba. Era feliz, si, pero sus inseguridades sobre la vida, sobre lo que era, sobre lo que iba a hacer, no le permitían disfrutar esa felicidad.

A su lado, Thomas soltó una risa baja y algo ronca mientras abandonaba sus chocolates en el regazo.

—Estuve contando los minutos que te tomaba soltar el primer suspiro —dijo, llamando la atención de los demás—. Han sido 23.

Sirah Malfoy ||  Tercera Generación || Donde viven las historias. Descúbrelo ahora