Capítulo 1.

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Aprender a quererte.

Capítulo 1.

3 de Diciembre, 2021.

El humo de mi cigarro se pierde junto al vaho que sale por las bocas de las personas que caminan delante de mí sin percatarse de mi presencia.
Es invierno, una estación en la que el frío es el dueño de las calles y las casas.
Y si estás en Madrid, parece que siempre hay un par de grados menos de lo que el termómetro marca.

Siempre me ha parecido curiosa la vida de la ciudad o, más bien, de una gran ciudad. Pasas frente a miles de personas al día y no eres capaz de recordar una cara más de dos segundos.
Puedes tener al amor de tu vida a unos escasos dos metros y nunca llegar a verlo.

Un mensaje hace vibrar mi teléfono en el bolsillo de mi pantalón. Inspiro con el cigarrillo entre los labios y observo la pantalla mientras vuelvo a expulsar el humo que no retienen mis pulmones.

"-Mucha suerte en tu primer día. Te espero en casa ❤"

Deslizo mis dedos por la pantalla con rapidez, casi sin pensar dos segundos en la contestación.

"-Gracias, compra la cena que eso hay que celebrarlo ❤"

Dejo de nuevo el teléfono en mi bolsillo. Vuelvo a darle una última calada al cigarrillo, lo apago contra la suela de mi zapato y dejo la colilla apagada en uno de los ceniceros que hay encima de una mesa en la puerta del bar.

Miro el enorme reloj de mi muñeca, sonrío al recordar que no me lo he quitado desde el momento en el que mi padre me lo regaló un año por mi cumpleaños.
Ahora me recuerda a él, me hace sentirlo cerca aunque no lo esté.
Es como mirarlo y escuchar su voz, sacándome los enredos en los que mi cabeza puede perderse.

Son las 20:06h de la tarde, los rayos del sol ya se han escondido, dejando paso a la luz de la luna y la oscuridad de la noche. Están terminando de montar los alumbrados de las calles, esas que se llenarán en cada espacio de estas vías de turistas que deciden pasar los dos días festivos que se aproximan en la capital de España.

Y gracias a eso, aquí estoy, con un trabajo eventual, de una semana, en el bar de un hotel como camarero.
Es ahí donde me dirijo, retiro mi espalda de la pared de ladrillos viejos del bar en el que esperaba a que fuese la hora de entrar al trabajo.

Hoy es mi primer día.

¿Nervioso? No mucho, la verdad.
Termino de subir la cremallera de mi desgastada chaqueta de cuero para resistir en lo que pueda el frío que quiere colarse por el interior de la prenda y calar hasta mis huesos.
La tela de los hombros ya está bastante quebrada, fruto de los años que hace que la tengo y del uso que le doy.

Suspiro y dejo la señal de mis zapatos por la cera que me lleva hasta la puerta de un enorme hotel situado en Gran Vía.
Esas marcas apenas duran unos segundos en la calzada, las personas que caminan detrás de mí las borran, dejando las suyas propias.

Observo esta calle, abarrotada de hombres, mujeres y niños, caminando, paseando, disfrutando de la noche de un viernes que da comienzo a un largo puente.

Saco las manos de los bolsillos de la chaqueta, las paso por mi pelo un par de veces para parecer alguien más decente que un loco al que poco le importa ir bien peinado, mi pelo se amolda fácilmente así que pocas veces me paro a peinarlo antes de salir de casa.
Froto ambas palmas de mis manos entre ellas, buscando un poco de calor, las llevo a mi boca, dejando escapar un suspiro que se pierde en esa piel.
Entro den el vestíbulo del imponente edificio, mirando con detalle cada pared, cada color, cada adorno. Todo colocado a propósito para que la gente lo mire, para justificar el precio por noche de las habitaciones.

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