Capítulo 7.

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Aprender a quererte.

Capítulo 7.

6 de Diciembre, 2021.

Miro mi reloj, el día de hoy está siendo largo, casi eterno.
Muchas cosas en tan pocas horas.
Mientras limpio uno de los vasos que acaba de salir del fregadero, sonrío. Me es difícil no hacerlo cuando por mi cabeza pasan los momentos en la piscina hoy.

-Si sigues mirando a la puerta, la vas a desgastar. -Me giro para encontrarme con Carlos sonriendo, mirándome con las cejas levantadas.-
-No va a venir más. -Me muerdo la lengua mentalmente por dejar que esas palabras salgan de mis labios.-
-¿La castaña de ojos azules? -No le hacen falta palabras para saber que la respuesta es sí. Acaba la canción que estaba sonando y empieza otra, sin yo ser capaz de responderle. Lleva su mano hasta dejarla sobre mi hombro.- Ve, seguro que sabes que habitación es.

Niego con la cabeza, despacio, mirando hacia abajo. Quizá ese gesto hace que el chico entienda que no tiene que insistir, porque no lo hace, solo coge el trapo que quiere parecer blanco de su delantal y lo pone sobre su hombro mientras se aleja al otro extremo de la barra a atender a dos hombres que se acaban de sentar.

Es imposible alejar de mi cabeza muchos momentos que se han quedado grabados hoy.
Como por ejemplo, ver como el color de sus ojos se fundía con el agua.
Sentir esa paz que emanaba por cada poro de su piel mientras flotaba en la piscina, mientras yo la arrastraba suavemente de un lado a otro.

O su cara de confusión cuando, armado de valor, pulsé el botón que detenía el ascensor.

Solo quería robarle unos minutos a ese reloj imaginario que nos empujaba a separarnos.
Estar con ella unos instantes más.
Impregnarme de ella, memorizar su voz, convertir su risa en melodía y disfrutar de sus ojos un poco más.

En ese ascensor sentí, o quizá quise sentir, sus ganas por quedarnos más cerca, por acariciar mi piel, por besarme tal vez, por atreverse a hacerlo.

A lo mejor solo sentía las mías, que eran tantas que podrían contagiarla también.

Tuve que parar, tuve que aprender a respirar, contar hasta diez no funcionó y lo intenté hasta un millón. Sin éxito.

El ruido del teléfono del ascensor salvó a la cordura que se desvanecía.
Amarró a las ganas de cometer una locura.
Negó a mis labios la posibilidad de averiguar como eran los suyos.

Me quitó la oportunidad de saber si las siete mil millones de corrientes eléctricas que me recorren cuando la veo se intensificarían con el roce de nuestras bocas.

Solo me queda imaginarlo, y empieza a no ser suficiente el esperar a que Morfeo me visite para hacerlo.

-Hugo, sube a cantar.
-¿Ahora? -Carlos me da una palmada en la espalda, que casi hace que dé dos pasos hacia delante.-
-Es un buen momento.

Dubitativo y nervioso, así salgo de detrás de la barra.
Dejo el delantal negro y el trapo blanco encima del mostrador ante la atenta mirada del chico moreno. Cruzado de brazos y sonriendo.

Miro a mi alrededor mientras que mis pasos avanzan al pequeño escenario improvisado, que no es más que una tarima de unos cinco metros, redonda, bordeada por un filo que sobresale unos diez centímetros. De color madera oscuro.
Un pie de micrófono en el medio.
Un foco que puede dejarte ciego.
Y una gran lista de canciones para elegir en el karaoke.

Busco alguna en el ordenador, una que pueda cantar, que me sepa y no me salga mal.
Paso la lista hacia abajo, canción a canción hasta que llego a una que llama mi atención.

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