28. Confesiones y acertijos.

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Natalie. Natalie. Natalie.

El nombre de mi madre retumba en mis oídos, una vez detrás de otra, hasta sentir que en el interior de mi mente hay eco.

Mi cabeza no para de repetir a cámara lenta el momento en el que los ojos de West se han abierto como platos, como el nombre de mi madre, de la mujer al otro lado del cristal vestida con un mono de presidiaria, salía de la boca del chico que me acompaña.

—¿Alguien me explica que acaba de pasar aquí? —pregunto mirando a West.

Se limita a mirarnos a mi madre y a mí alternativamente con los ojos abiertos, la boca a punto de tocar el suelo. Señala el cristal y vuelve a mirarme, parece a punto de decir algo pero se calle y vuelve a señalarnos.

Está a punto de entrar en parada. Él.

—No sabía que ella... —empieza a balbucear—. Vosotros sois... es tu... sois familia.

—Respira, hazme el favor —digo, serio. Serio porque siento que no controlo la situación y no me hace gracia—. Soy yo el que debería estar alucinando.

—Pero tú dijiste que... —sigue él a lo suyo.

Dejo de prestarle atención y enfrento a mi madre. Se ha sentado en la silla y espera paciente con el teléfono en la mano. Su cabello rojizo ha empezado a perder su color y su color de pelo castaño, el natural, empieza a ser evidente en la raíz del cabello.

Estiro el brazo y me hago con el aparato que hay a mi lado del cristal.

—Dichosos los ojos —dice mi madre en cuanto me pego el telefonillo a la oreja.

Por un momento dudo. Lo ha dicho mirándonos a ambos, por lo tanto no estoy totalmente seguro de a quién de los dos se refería con ese comentario.

—¿Puedes explicarme tú de qué va todo esto? —lo intento con ella—. Porque a él parece que se le ha fundido algo en el cerebro.

Ante mis palabras, los ojos de mi madre me miran sin reconocimiento alguno. Esos ojos pardo, casi rojizos.

Muchas veces deseé haber heredado sus ojos, me encantaba cuando la luz le daba de pleno y parecían dos bolas de fuego. Es otra cosa que siempre me diferenciará de mi madre.

El cabello castaño. Los ojos marrones. La facilidad que tiene para traicionar a su familia.

—Sabía que tarde o temprano acabarías aquí —dice ella con una sonrisa.

Chasqueo la lengua y sonrío de medio lado.

—No he venido a gozar del placer de tu compañía —le suelto—. Eso te lo puedo asegurar.

—¿Mika? —interroga desconcertada.

Ruedo los ojos.

—¿Qué?

—Estás... —aprieta el aparato entre sus dedos—. Estás distinto.

La mano de West alcanza mi hombro, está sudando a chorros, como si viniese de correr un maratón.

—No lo sabía Mika —dice—. Te juro que no sabía que era tu madre.

Vuelvo la vista para darle mi atención a Natalie.

—Necesito tu ayuda —suelto, sin rodeos—. Y puesto que nos traicionaste por unos millones de mierda, espero que cooperes de buena gana.

Mi madre alza el brazo libre mientras cuelga el teléfono como si yo no estuviera al otro lado sujetando el aparato para hablar con ella. Se echa hacia atrás en la silla para susurrarle algo al oficial que tiene más cerca. Segundos más tarde, él hombre de piel oscura y cabello negro asiente y desaparece.

Trueno y Relámpago.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora