[5] 𝚁𝚊𝚛𝚎𝚣𝚊𝚜 𝚙𝚘𝚛 𝚍𝚘𝚚𝚞𝚒𝚎𝚛

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❝𝑬𝒍 𝒂𝒍𝒎𝒂 𝒔𝒊𝒆𝒎𝒑𝒓𝒆 𝒔𝒂𝒃𝒆 𝒒𝒖é 𝒉𝒂𝒄𝒆𝒓 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒄𝒖𝒓𝒂𝒓𝒔𝒆 𝒂 𝒔í 𝒎𝒊𝒔𝒎𝒂. 𝑬𝒍 𝒅𝒆𝒔𝒂𝒇í𝒐 𝒆𝒔 𝒔𝒊𝒍𝒆𝒏𝒄𝒊𝒂𝒓 𝒍𝒂 𝒎𝒆𝒏𝒕𝒆 ❞ 

—Caroline Myss

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Hay una norma en este lugar, una que no se dice abiertamente pero que tarde o temprano te acabas enterando por parte de alguien. O si eres desgraciado lo recibes por sorpresa, como un regalo que no esperas obtener en ningún momento; sin embargo aquel presente no es agradable. 

Las frases «El dolor nos hace humanos» y «El dolor del prójimo es mi mismo dolor» son expresiones parejas aunque no lo parezca. Son como dos hermanas gemelas y tímidas que nunca se separan por nada del mundo; siempre unidas, nunca alejadas entre sí. En este caso la norma es clara: Si haces daño a otra persona, tu obligación es sufrir el daño multiplicado por tres.

¿Injusto? Sí, lo creo.

Siempre he creído que el camino de la rectitud está lleno de espinas, zarzas y arañas ocultas entre las hojas de las flores más hermosas, pero jamás pensé que fuera a experimentarlo con mi propio cuerpo. Nunca he sido violento ni una sola vez. En esta ocasión, por alguna razón que desconozco, siento que mi cuerpo comienza a arder con tanta fuerza que temo sufrir los efectos de la fiebre, pero lo peor es aquel sonido animal que escucho desde algún rincón de mi cerebro. Un sonido sordo, camuflado y lejano que parece alcanzarme del mismo modo que lo hizo la mirada del asesino cuando lo vi en mi casa en mi niñez: Sentí algo intenso, ardiente, y mi cuerpo simplemente se dejó llevar por aquella orden desconocida.

El tiempo parece haberse congelado mientras sufro los primeros diez golpes en mis manos con una regla de madera. Son impactos secos, directos, y la persona que realiza la acción simplemente habla, aunque mi mente no parece entender lo que dice. Ni siquiera soy capaz de escuchar mis propios sonidos cuando abro mi boca, tras cada encuentro con el objeto que azota mi epidermis. 

Sé que duele más de lo que parece, pero ahora mismo no siento absolutamente nada cuando cae. También estoy llorando, a la vez que sorbo la mucosa por la nariz, y ni aun así escucho. 

¿Estoy en estado de shock? Puede ser, aunque no sé la razón.

Cuando las monjas vieron lo ocurrido, todo pasó demasiado rápido: Angelo falseó su llanto y llevó su mano hacia la mejilla para añadir un fuerte alarido, una de las monjas me apretó bien fuerte del brazo y me fue arrastrando hasta el segundo piso. Pude ver como Alysha me veía con expresión de terror mientras me alejaba. Sentí mi corazón sufrir violentos puñetazos, regalándome punzadas al mismo tiempo que tensaba la mandíbula. Mi fuego interno se fue disipando conforme las escaleras eran superadas por nosotros y, de pronto, el sonido se apagó. No pude escuchar absolutamente nada, pero si ver. Vi a Briana en los tejados observándolo todo a la distancia, y en mi mente surgió una pregunta: ¿Por qué no me avisó? No hizo nada, se mantuvo al margen, y pude sentir como sus ojos se perdieron cuando ingresé en una de las habitaciones cerradas.

Una de las monjas termina sus diez primeros golpes y luego le sigue la segunda; falta la tercera. Mis ojos simplemente se quedan anclados en dirección al suelo, manteniéndome de rodillas y con las manos encima de un viejo taburete. Los golpes inician, no escucho nada, sigo llorando tras los impactos y veo de reojo cómo mis manos se están hinchando hasta adquirir un notorio color rojizo. Veo cómo las líneas frente a mis ojos dejan de ser heridas y pasan a transformarse como líneas hechas con un rotulador del rojo más rojo. Los trazos son pequeños pero gruesos, e intentan abrirse paso tras cada caída de la madera que daña mi epidermis. 

𝓗𝚎𝚕𝚕𝚏𝚊𝚗𝚐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora