[43] 𝚈𝚊 𝚗𝚘 𝚎𝚛𝚎𝚜 𝚚𝚞𝚒𝚎𝚗 𝚢𝚘 𝚌𝚛𝚎í

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❝ 𝑳𝒂 𝒊𝒓𝒂 𝒆𝒔 𝒖𝒏𝒂 𝒍𝒐𝒄𝒖𝒓𝒂 𝒅𝒆 𝒄𝒐𝒓𝒕𝒂 𝒅𝒖𝒓𝒂𝒄𝒊ó𝒏 ❞

Horacio

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Agosto ha iniciado como un suspiro, tanto que he perdido la cuenta de los que ha dado Eliana al ver que mis conversaciones con ella han menguado en cantidad y entonación. A duras penas puedo serle de ayuda cuando intenta sacarme temas de conversación, porque realmente no estoy de humor para extenderme por todo lo que ocurrió en junio. 

Todos notaron mi cambio de actitud, incluso los escasos fantasmas de los muertos con los que me cruzaba. No miraba a ninguno, su voz nunca fue suficiente para detenerme o hacerme vacilar, y los atravesaba del mismo modo que lo harías con una cortina de humor que no podía impedirte el paso aunque fuera densa.

Desde que destrocé a Emmet emocionalmente no ha vuelto a cruzarse por mi camino en las pocas semanas que quedaban de clase, y en ningún momento Fausto se presenció en casa. A veces conseguía arrancar a Eliana para que fueran a bailar a un pub, correr por el bosque durante las noches o haciendo planes que yo tenía que rechazar cuando me lo proponían. 

Assid ha tomado la decisión correcta desde el primer momento que me vio: Dejarme a mi aire.

Algo que hemos aprendido el uno del otro es no meternos en medio cuando estamos de muy mal humor, porque ni siquiera sirve que nos intentemos hacer reír. Nuestros enfados son densos, pesados e intensos; y los míos son peor porque me frustro con mucha más rapidez que mi compañero. Eso, sumado a los problemas y preguntas que siguen sin solucionarse, sólo consigue que esté malhumorado prácticamente todo el día. 


Doy un trago a la botella de ron mientras atravieso los pisos del convento. No sé en qué momento he adquirido esta botella, tampoco la razón de por qué la estoy ingiriendo, mucho menos el momento y tiempo que llegué. Sólo sé que son las cinco de la mañana, la hora de las plegarias, y el lugar esta desoladamente silencioso. 

Atravieso los pisos sin seguir ningún patrón definido, mis dedos acarician las balaustradas de madera y los zapatos se deslizan por los rellanos como si yo mismo fuera un fantasma. Esta hora es deprimente. El silencio es sepulcral, y parece estar sumergido en un mar de sombras azuladas y violáceas, pero sé que llegará en algún momento el amanecer y todo será alegre y vivaz.

El silencio va a desaparecer pronto. Si es como bien lo recuerdo por mi experiencia, todo tendrá vida: Las escaleras, las salas comunitarias, la biblioteca, el comedor y la docena de dormitorios de un tamaño reducido muy pronto será el campo de guerra de las jóvenes aprendizas.

Y conozco esto porque he pasado varias veces por los mismos sitios, mientras la botella se va vaciando poco a poco. Esto sólo consigue mi mente se enturbie en una nube rojiza, la lengua se mueva y sienta extraña, que mi corazón me duela, y sobre todo que mi estómago me ordene comer algo.

¿Cuándo fuera la última vez que me llevé algo a la boca?

Termino bajando los tres tramos de escalera y acabo llegando a la capilla mientras me quedo mirando hacia el centro de la sala, donde descansa un señor barbudo clavado en la cruz. Se supone que es Jesucristo, pero los que nos hemos informado de cómo se ve la gente de aquella época sabemos que esa imagen es errónea. Es terriblemente caucásico; su cabello no es adecuado para la época y su piel es demasiado clara. Además de sus rasgos.

Mas no juzgo. 

No soy creyente y no me veo en la potestad de dar mi opinión abiertamente. Tampoco podría en este estado sin sonar condescendiente o sarcástico.

𝓗𝚎𝚕𝚕𝚏𝚊𝚗𝚐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora