Capítulo 34. Recuerdos.

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Muchas veces cuando era niña, había deseado tener enormes alas como de águila; Para volar por el cielo y ser libre. Otras veces había deseado tener un trabajo, para que su madre y ella no pasaran escasés. Pero sin duda su mayor deseo había sido poder tocar las estrellas con la punta de sus dedos. Elevarse hasta el hermoso cielo azul y volar sobre el inmenso mar. Sentir la deliciosa lluvia caer sobre su joven piel mientras cantaba y saltaba de puro regocijo. O poder ayudar a todos los niños del mundo para que todos fueran felices y tuvieran algo para comer.

Pero repentinamente, había sido obligada a despertar de esa ilusión.

Un día frío y gris.

-¡Queremos a la niña! -Gritó un soldado.

Un grupo de soldados bebía mientras una mujer se encargaba de procurar que sus copas estuviesen siempre llenas.

-¡No señor, porfavor! ¡Es mi hija! -Suplicó la mujer con lágrimas en los ojos.

-Eso no importa. ¡Es tu obligación atendernos con lo que queramos, mujer! ¡Son las leyes de Valengo! -Exclamó el soldado.

-¡No porfavor!¡Se lo suplico! -Le rogó la mujer.

-¡Geilio! -Gritó hastiado. -Trae a la niña. Quiero sangre virgen, inocencia,  su deliciosa piel joven. -Sonrió cruel.

La mujer lo miró más asustada mientras instó a su hija a esconderse.

-¡No está por ningún lado, señor! -Respondió Geilio.

-¡¡Sigan buscando!! -Exclamó furioso el hombre.

-¡Porfavor, se lo ruego, mi hija no! ¡Deje que yo sea! ¡Haga lo que quiera conmigo, pero no con mi hija! -Suplicó. -¡Porfavor! ¡Porfavor! -Surruró.

Los hombres las miraron sonrientes.

Y la niña fué testigo de la maldad, una maldad que por mucho tiempo había logrado borrar de su mente.

Ese día perdió más que su inocencia.

Ese día perdió su alma.

Pero no la hicieron perder su corazón, aún poseía la capacidad de luchar, de sentir, de ser valiente.

Aquél día tan horrendo aprendió que solo se tiene a uno mismo.

Pero ya no más. Se prometió. Ahora tenía una oportunidad de recuperarse a si misma, de conseguir la felicidad.

No sé permitiría tener el mismo destino que su madre.

Por el rostro de Eleanor corrían lágrimas de dolor, los recuerdos la torturaban.

Recordó los gritos.

Recordó el olor, aquel extraño olor que jamás había olido. Recordó sus caras, sus risas malvadas, sus voces, esa noche en que destruyeron sus ilusiones.

Recordó su impotencia.

Ahora podía sentir como su madre sintió.

Pero no podía rendirse. Una loba nunca se rendía.

Rogó al Dios en quien habían creído sus madres, aunque a ellas quizás no las hubiera oído. Y eso que eran mujeres piadosas. ¿Cuándo se le ocurriría a Dios inclinarse a oír a una criminal como ella?

Aún así, no podía hacer nada más.

-Dios, si de verdad existes, a pesar que nunca te he hablado, y que seguramente he violado toda tu ley, te pido que no permitas que este hombre dañe mi cuerpo. -Le rogó en su mente, mientras lloraba presa del trauma. -Yo no quiero acostarme con este asesino. Porfavor, si de verdad existes, ¡Ayúdame! ¡Aunque no no me lo merezca!

LA LOBA VINTERIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora