38. Orsacchiotto (Oso de peluche)

684 115 3
                                    

Había perdido la cuenta de las horas que había estado junto a ella en la cama. En esa habitación oscura, un día empalmaba con el siguiente y la situación no había mejorado.

Me encargué personalmente de realizar todos sus cuidados: limpiar el sudor de su frente, llamar al médico cuando los dolores se hacían insoportables, estar pendiente de la medicación y las horas de las tomas...

Humedecí una gasa en agua y repasé sus secos labios con todo el cuidado del mundo. Una enfermera entró con una palangana de agua caliente y una esponja jabonosa y me ofrecí a lavarla. No dejaba de mirarla preguntándome si regresaría siendo ella, pero lo cierto es que eso ya daba igual; solo deseaba que no sufriera, que pudiera tener una vida normal lejos de las personas indeseables que había conocido; de hecho, no me importaba ser yo una de esas personas que dejara atrás si con eso podía ser más feliz.

Llamaron a la puerta y contesté sin pensar.

No miré quien era, mis ojos eran exclusivamente para Ingrid.

―Marcello...

Escuchar la voz de mi madre interrumpió mis movimientos. Dejé la esponja dentro del agua y me ladeé levemente para mirarla.

Mi madre suspiró y se acercó a mí con decisión.

―Marcello, déjame a mí, por favor ―pidió arrebatándome el recipiente de agua.

―Lo siento, madre, pero esta vez no; yo me encargo.

―Necesitas descansar y comer algo para poder seguir haciéndolo; mientras, yo ocuparé tu lugar y te aseguro que le pondré la misma dedicación que tú.

Poco a poco retiró la toalla de mis manos y la dejó a un lado. No pude reaccionar, me sentía muy cansado pero no tenía ganas de irme.

―No puedo dejarla sola ―dije convencido.

―Solo será un momento; de verdad, Marcello, yo puedo hacerlo.

Aprovechó mi duda para abrir mis brazos y abrazarme. Me rodeó con fuerza esperando a que el hielo de mi cuerpo se derritiera y pudiera corresponderle. Suspiré resignándome a su insistencia y correspondí a su abrazo aceptando su ayuda.

Cuando se separó de mí, retiró unas lágrimas de sus ojos.

―Venga, márchate ya; yo me encargo.

―Intentaré venir lo antes posible, no la deje sola.

―No lo haré, ahora ella es hija mía también ―me sonrió fugazmente y luego miró a Ingrid.

Tomó asiento en la silla mientras escurría la esponja con las manos.

Abandoné la habitación y corrí a casa para comer algo y asearme antes de regresar junto a ella.

―¿Cómo se encuentra?

Cerré la puerta de la habitación y mi madre se levantó de la silla.

―Ha tenido un par de ataques en tu ausencia, pero ahora está bien.

Suspiré y corrí a observarla. Verla dormida en esa cama de hospital, tan quieta y apacible, era como si estuviera muerta. Me senté a su lado y acaricié su suave rostro.

―Está demasiado quieta... ―susurré.

―Puede que se encuentre mejor.

IngridDonde viven las historias. Descúbrelo ahora