Cerré la puerta de la habitación y me acerqué a Ingrid. Tenía que asegurarme de que no estaba soñando.
Cuando estuve a escaso medio metro de ella alcé mi mano para tocarla. ¿Era posible sentir esa presión en el estómago después de tanto tiempo? ¿Cómo era capaz de seguir despertándome tantísimos sentimientos?
Su sonrisa me hizo suspirar aliviado y cerrar los ojos; ya no me tenía miedo, no huía de mí, y ver que volvía a ser la persona que conocía, la misma chica que tanto amé... hacía que mi corazón se expandiera.
Apoyé mi frente sobre la suya; todavía me costaba creer que realmente estuviera ahí.
―Dios mío, cuánto te he echado de menos...
Sentí sus manos sobre mis mejillas y su nariz sobre la mía; si finalmente estaba viviendo un sueño, no quería despertar.
―Yo también... ―susurró sobre mis labios.
Inspiré profundamente, absorbiendo su olor. Me parecía increíble que no me hubiera dado cuenta de que estaba ella bajo el velo. La reconocería entre cientos de mujeres aun sin verle la cara; a estas alturas había memorizado al detalle cada parte de su cuerpo e incluso su forma de moverse al caminar.
―¿Cómo ha sucedido esto? No me lo creo, no me creo lo que ha pasado...
―Tu madre vino a buscarme ayer ―aclaró―. Me dijo todo lo que pasaba y que si quería hacer algo por ti, por nosotros... tenía menos de cinco minutos para meter todo lo que me importaba en una maleta y regresar a Nápoles con vosotros.
Negué con la cabeza, incrédulo por todo lo que estaba escuchando, pero no tuve fuerzas suficientes para abrir los ojos. Seguí apoyado contra su frente, concentrado en cada una de sus palabras y sintiendo el cálido roce de su aliento en mi cara.
―No tenía ni idea de nada.
―Tus padres pensaron que era lo mejor. Todo el mundo estaba muy ocupado con la boda y Fabrizio no perdía detalle de lo que estaba sucediendo en casa. Pasé la noche con Nicoletta y lo cierto es que hablar con ella me reconfortó y me hizo lo suficientemente valiente como para dar este paso.
Abrí los ojos inmensamente agradecido con todas esas personas que habían contribuido, de algún modo, a mi felicidad; sin duda estaba en deuda con todas ellas.
―Y ahora estamos casados ―observé escondiendo la risa―. Con esto has puesto definitivamente fin a tu anonimato.
―Es lo que quiero ―me confirmó―. Sé quién soy. He tardado mucho pero al fin lo he comprendido. ―Sus manos alzaron levemente mi rostro y volvimos a encontrarnos―. ¿Te acuerdas de aquella gitana en la plaza? ¿Te acuerdas de lo que me dijo? Ahora entiendo a lo que se refería cuando dijo que encontraría mi destino en el lugar al que realmente pertenezco. Y mi destino está aquí, contigo.
―¿Recuerdas eso? ―Los ojos se me llenaron de lágrimas ante la sorpresa de que recordara un suceso de cinco años atrás, cuando solo éramos un par de desconocidos.
―Perfectamente.
No tuve fuerzas para posponerlo más y la besé. Besé los labios que tanto amaba como si fuera la primera vez.
En ese instante dejaron de contar los minutos, el tiempo se detuvo para nosotros y todo dejó de importar. Era el momento más importante de nuestras vidas, el momento en el que poníamos fin a esta carrera de obstáculos, manifestábamos nuestros sentimientos para ahuyentar los temores que nos habían separado y sellábamos nuestro amor.
Si hace un año, cuando creí haberla perdido definitivamente, alguien me hubiera dicho que se obraría este milagro, posiblemente hubiera desatado mi furia contra él por intentar reanimar un corazón que había dejado de latir.
Entrelacé mis dedos con los suyos y sentí la presión del frío metal de los anillos rodeando nuestros dedos. Era una presión deliciosa, la prueba empírica de que habíamos formalizado nuestra relación y, a partir de ese momento, haría todo lo que estuviera en mi mano para que nada volviera a separarnos.
Nuestros besos se prolongaron hasta dejarnos sin aliento. Con cuidado fui desabrochando los botones blancos que el vestido tenía en su espalda hasta que la tela se abrió en dos. No quería precipitarme, no teníamos ninguna prisa porque esa vez no había nada que pudiera interrumpir ese momento.
Cuando le di la vuelta y dejé caer el vestido al suelo, me sumergí en sus cálidos ojos negros y volví a besarla. Me desprendí como pude de la americana y ella fue ayudándome a desabrochar todas mis prendas hasta quedar completamente desnudos.
Podía pasarme la vida haciéndole el amor a Ingrid. Cada vez que nuestros cuerpos se rozaban, la piel reaccionaba desatando pequeñas descargas de electricidad.
―Ingrid... ―susurré al sentir cómo su cuerpo se orientaba buscando el contacto del mío, fundiéndonos hasta perder nuestra propia identidad.
Era un sentimiento glorioso sentirse correspondido por la mujer que amaba, sentir que no bastaban las horas ni los minutos para estar con ella.
Perdí la cuenta de las veces que nuestros cuerpos se enredaron bajo las sábanas.
Nuestros móviles dejaron de sonar cuando fundieron sus baterías. Habían pasado días, tal vez semanas, y en todo ese tiempo no habíamos dado señales de vida, haciendo de una pequeña habitación, nuestro propio hogar. En ese momento nada era tan importante como nosotros mismos. Seguimos entregados el uno al otro, ignorando todo lo que había en el exterior hasta acabar literalmente exhaustos.
Isabel Allende lo dijo una vez: "Los amantes se las arreglan para amarse porque por definición ese es su destino".
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Ingrid
Roman d'amourEl hijo de un prestigioso capo italiano ha perdido a la mujer de su vida de la noche a la mañana. Pese a las evidencias que indican una marcha voluntaria, él nunca deja de indagar, y en su búsqueda destapa oscuros secretos de la mujer que ama. *** I...