54. Prima data (Primera cita)

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No es fácil. Dejar ir a alguien requiere coraje. No se trata únicamente de dejar ir a una persona, también de desprenderse de una parte de ti mismo. Una parte que quizá no volverá jamás. Y peor aún; la dejas ir sabiendo que en todo el camino que te queda por recorrer, no encontrarás a alguien que te llegue tan adentro.

Después de mi corto viaje a Barcelona, regresé a Nápoles y la realidad de mi circunstancia me abofeteó con una fuerza desmedida. Mentalmente estaba destrozado; no podía dar más de mí y, sin darme cuenta, fui apagándome poco a poco y todo me dejó de importar. Nunca me había sentido así: muerto en vida. Al menos cuando creí haber perdido a Ingrid la primera vez y experimenté todo aquel tormento por intentar recuperarla, tuve sentimientos, emociones y sensaciones; sin embargo, ahora ya no sentía nada. Me había convertido en un robot insensible: comía, dormía, respiraba... pero más allá de eso solo quedaban las cenizas de un ser descompuesto.

Miré a Nicoletta en la distancia, tanto ella como su padre y algunos de sus allegados se habían instalado en casa para organizar los preparativos de la boda. En poco más de un mes estaría casado con ella y no habría vuelta atrás. Mi padre me había enseñado que todo hombre debe asumir las consecuencias de sus actos, hacer valer su palabra y respetar las decisiones que implican el bienestar familiar.

Ingrid seguía viva en mi pensamiento y en mi corazón, pero esta vez vivía encerrada, pues no me permitía hacer ninguna referencia o comentario que dejara entrever que ese resquicio de sentimiento permanecía enquistado dentro de mí.

Inspiré profundamente y caminé decidido en la dirección de Nicoletta. Me sentía mal por no poder prestarle la debida atención; después de todo, ella no tenía culpa de nada. Era una buena persona y pese a todos mis desplantes nunca había tenido una mala palabra hacia mí. Sentía que le debía al menos tratar de hallar un equilibrio que nos permitiera convivir y llevar una vida relativamente normal.

Mientras me acercaba, contemplaba cómo el viento movía su sedosa melena rubia, como oro líquido, que brillaba con más intensidad bajo los rayos del sol de principios mayo; sin duda era una mujer hermosa, el tipo de chica que te gusta contemplar, sonrojarla y hacer que se ría con disparatadas ocurrencias. Nicoletta era tan dulce y delicada que despertaba en mí el instinto de querer protegerla; pero aun así, no era Ingrid. Sabía que jamás podría ofrecerle el tipo de amor que deseaba, tendría que conformarse con la mitad de un hombre. Esta situación también me entristecía por ella.

―¿Cómo lo llevas? ―pregunté sentándome a su lado.

Ella sonrió y apartó los papeles que estaba revisando para prestarme atención.

―Supongo que bien. ―Me miró con picardía―. ¿Quieres verlo?

―Por supuesto.

Cogió uno de los diseños de Gabi y lo puso en el centro de la mesa.

―Hemos estado pensando en cómo decorar el jardín para celebrar la boda.

Eso me extrañó. Miré con curiosidad el diseño y añadí:

―¿Quieres casarte aquí? ―pregunté desconcertado.

―Sé que barajábamos otros lugares, pero luego lo pensé mejor y cambié de opinión. Quería contártelo, en realidad solo es una idea, no hay nada decidido; pero lo cierto es que, aunque casarme me hace mucha ilusión, no quiero que sea algo demasiado ostentoso y grande. He pensado que a ti te apetecería algo más íntimo, solo los más allegados; este podría ser el lugar perfecto para algo así: discreto, lejos de los periodistas y solo nosotros y la gente que realmente nos importa.

IngridDonde viven las historias. Descúbrelo ahora