La reunión

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-¡Ah, nieva!- el chiquillo levantó los brazos hacia arriba, recibiendo los helados copos sobre sus manos y su cabello oscuro. -¡Aniki! ¿Ya ves? ¡Es hermosa!-

-Lo sé.- el joven a su lado deseaba agregar muchas más cosas. Admiraba con dulzura la sonrisa del chiquillo al atrapar los suaves copos de nieve cayendo a su alrededor, como si ese instante mágico fuera el mejor momento de toda su vida. Resplandecía de inocencia. Un destello infantil que el mayor deseaba mantener eternamente. Era una sonrisa que deseaba proteger.

-¡Oye, aniki!- el chiquillo se acercó al mayor, peinando su coleta. -¿Por qué el río se congela cada invierno?-

El mayor guardó silencio, dedicándose a formular una respuesta que fuese comprensible para su adorable hermanito. Hablar de energía cinética, moléculas e hidrógeno no era de lo más lógico cuando el receptor del mensaje tenía solo 4 años.

-Pues, el agua se suele transformar. Normalmente es líquida, pero cuando hace mucho frío, su estado cambia. Y se congela. Es decir, que se transforma poco a poco en algo rígido, que no se escapa de tus manos. Como el río congelado, o la nieve que cae del cielo.-

El chiquillo escuchaba atentamente.

-¿Y yo puedo descongelarla? ¿O se quedará así todo el invierno?-

El azabache parpadeó. Claro que podría descongelarla, cuando aprendiera a utilizar correctamente el chakra y emplear un elemento de la naturaleza tan potente como lo era el fuego, con su propia energía. Aunque claro, para ese entonces, el chiquillo tendría que empuñar un arma. Y afrontar la realidad.

El chakra no se utiliza para cosas tan simples como descongelar un río. Se utilizaba como herramienta, como un arma para enfrentarte a otros sujetos y asesinarlos. Todo esto, con tal de sobrevivir.

-Aún no puedes.- el mayor envolvió al chiquillo en sus brazos. Por primera vez, deseaba con todas sus fuerzas que alguien de su clan no tuviera la capacidad de aprender a utilizar chakra. De esa forma, nunca debería luchar. -Sé que aprenderás, pero...no me gustaría que así fuera.- soltó.

El chiquillo se enfureció.

-¿Por qué no? ¡Tú puedes! ¡Y papá también! ¡¿Por qué no quieres que yo sea tan genial?!- el chiquillo se soltó de los brazos del mayor.

-Porque... Porque...-

-No quería perderte.- susurró. -Pero...así fue al final.-

El azabache alzó el puño, capturando un copo de nieve entre sus guantes. Podía sentir el frío del hielo, pero, ya que no llevaba sus manos descubiertas cuando salía de la casa, la sensación probablemente no se acercaba a la realidad.

-Lo siento, Izuna. Realmente...lo siento.-

Madara llevaba horas recostado en la nieve, dejando que sus recuerdos fluyeran lentamente. Los lamentos por su hermano le perseguían con más crudeza. Una herida que nunca sana, sino que cada vez se abre más y perfora su corazón. Cada acción del azabache ocultaba un arrepentimiento que cargaba a sus espaldas y que nunca podía dejar de arder.

¿Qué más podía hacer? Tenía en su casa al asesino de Izuna con vida. Y hasta permitió que los niños se quedaran con él. ¿Qué le garantizaba que estuviesen a salvo con el albino? ¿Y por qué no sentía la fuerza para levantarse de ese montón de nieve en el que llevaba casi dos horas? Probablemente, de quedarse allí moriría enterrado.

La idea no sonaba tan mal.

En su cabeza, la muerte era una salida tan rápida y tentadora... Si no fuese porque lastimaría a sus diminutos mocosos. Y porque les dejaría todas las responsabilidades a los demás. Vaya mierda, nunca podía elegir cuándo morir. Y en cambio, se dedicaba a arriesgar su vida por ideales ridículos de una sociedad podrida. Si lo pensaba racionalmente, acabaría por clavarse las uñas en el cuello.

•[ La otra cara de mi enemigo ]• (BL) - (En pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora