capítulo cuatro.

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Kiseki Inuzuka abrió la puerta del recinto donde vivía su hija. Iba ahí más seguido de lo que acostumbraba y hacía días que notaba la diferencia abismal que tenía el departamento de Kaede. Cerró detrás de ella, se quitó los zapatos y caminó directamente a la cocina, dejó un par de topers de plásticos y otras cajas pequeñas llenas de comida en la encimera, abrió el refrigerador y se dispuso a limpiar para poder guardar las nuevas raciones.

Kaede había descuidado de sobremanera su estancia, hacía unas semanas que no salía al mercado a surtir su alacena, tampoco limpiaba las habitaciones y menos se preocupaba por su cuidado personal. No comía, no se bañaba, no salía de la cama. Estaba sumergida en una tristeza profunda y estaba convencida de que nada ni nadie la harían volver a la superficie.


—Kaede, por amor de Dios, levántate, son las tres de la tarde —la señora miembro del clan Inuzuka apareció en la habitación principal con un tono de voz fuerte y bastante estricto.


Se acercó a la ventana de la habitación y abrió las cortinas. La mujer tirada en la cama tomó su almohada y cubrió su rostro para evitar que le diera la luz le directamente. La señora Kiseki puso las manos en la cadera y frunció el ceño. Claro que comprendía el dolor de su hija, pero creía que era una exageración haber estado en cama por tres semanas, sin incluir el mes que tuvo que quedarse internada en el hospital.


—¿No piensas ir por Kiniro a la clínica? Bien. Supongo que como ya no te es más útil...


Kiseki no pudo terminar la oración. Kaede había sacado un par de shuriken de un equipo que escondía debajo de su cama y los arrojó directamente a donde se encontraba su madre. Las tres armas se clavaron en la pared de ladrillo. La mayor de las Inuzuka había esquivado con facilidad el ataque, no era una anciana y aunque sus habilidades ninja no eran las mismas comparadas con las de sus mejores años, había conseguido evitar que su propia hija la matara.

Esta refunfuñaba desde la cama, sus ojos color miel penetraban con odio la figura de su madre y, aunque no eran visibles, sus colmillos estaban más que listos para tirar la primera mordida si era necesario. Kiseki no adoptó ninguna postura de ataque, más bien miró a su hija con aire triunfante, como si hubiera conseguido lo que quería de ella.


—No te atrevas... —Kaede murmuró entre dientes y no perdió para nada la posición que tenía.

—Tsk, ¿o qué? ¿Vas a matarme? Si es por Kiniro, bien. Sino, deja de ladrarme. —La señora dio la vuelta y tomó los shuriken de la pared, caminó hasta la puerta de la habitación con tranquilidad y los dejó justo en el tocador de madera que estaba a un lado—. Como sea. Vístete, la maestra Hana te espera. Yo limpiaré este lugar, luce casi tan terrible como tú.


Kiseki Inuzuka se fue sin cerrar la puerta, cuando Kaede la perdió de vista sacó el aire de sus pulmones con un grito salvaje lleno de dolor. Seguía respirando con pesadez, el coraje que la invadía era inmenso y combinado con su tristeza, las ganas de salir corriendo detrás de la mujer que le dio la vida y encajarle las garras se hacían cada vez más grandes.

Pero Kaede no era un animal, si bien, su clan tenía la característica de adoptar comportamientos caninos, estos eran apenas opacados por su raciocinio y sentido común humano. Matar a su madre por insultar a su compañero de batalla era una estupidez y lo sabía muy bien, además, no quería hacer eso, si se había pasado por la cabeza era porque si había algo aún más importante para un Inuzuka que su propia familia, era su perro. La señora Kiseki sabía que cualquiera, incluso ella misma, sería capaz de cruzar esa línea, por ello no estaba asustada, la mujer seguía en la sala de estar recogiendo basura y metiéndola en una bolsa mientras escuchaba los gritos de dolor de su hija. En el fondo, sabía que Kaede no la atacaría, sin embargo, estaba lista por si llegara a ocurrir.

golden | Kakashi HatakeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora