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Anastasia

El arrasador viento mueve mi larga cabellera; las calles de Atenas se inundan de inmediato en un tedioso frío. Hace unas horas el clima cambió drásticamente, obligándonos a usar ropas un poco mas abrigadas.

Ya han pasado dos días desde la fabulosa visita al museo y la relación entre Christopher y yo —si es que así se puede llamar— ha seguido su curso. No hemos vuelto a tener algún otro encuentro sexual, pero los coqueteos, insinuaciones, indirectas y claro, algún que otro beso y manoseo, ha seguido.

El jet aparece en mi campo de visión sacándome de mis pensamientos y recordándome que mi estancia laboral en Grecia ha llegado a su fin.

Acaricio mis brazos cuando una ráfaga de aire amenaza con congelarme a su paso; admito que el frío no es tanto, pero mi sensibilidad —producto de la menstruación—me hacen ser ir como si me encontrara desprotegida sin abrigo en el polo norte.

Subo las escaleras con desdén cuando empiezo a notar el punzante dolor en mi pelvis. Me siento en la silla pegada a la ventana suspirando. Hago una mueca frunciendo mis labios cuando los cólicos aparecen, y justo en este momento, es en el que me maldigo por haber nacido con un aparato reproductor femenino.

Cierro mis ojos permitiéndome relajarme esperando que la pastilla que alivia mis malestares haga efecto. Llevo mis pequeños audífonos inalámbricos a mis oídos; Demi Lobato y su hermosa voz me hace suspirar en un vano intento de dormir. El vuelo durará unas largas horas por lo que no me molesto en mirar a mis acompañantes durante la larga jornada, cayendo profundamente en el tan ansiado sueño.


Como era de esperarse, cuando menos me lo imaginé, las siete horas pasaron rápidamente y aturdida bajé del pequeño avión, aún bostezando. El calor neoyorquino me recibe con los brazos abiertos obligándome a hacer una mueca al observar todo el estorbo de ropa que llevo. Decidida, retiro el abrigo de lana quedándome con el top blanco que traigo debajo. Christopher, a unos metros de mi, me mira mordiéndose el labio y mis hormonas despiertan, excitándome con solo la buena vista que tengo desde mi lugar: gafas negras, abrigo arremangado hasta los codos, pantalón ceñido a sus fuertes piernas..

En mi justificación, culpo a la regla por aumentar mi líbido en estos momentos.

Sonrío y paso por su lado llegando hasta los autos que nos esperan en el aeropuerto. A tan solo unos cinco metros del vehículo, recibo una inesperada llamada.

«Llamada Entrante de Mamá»

¿Qué habrá sucedido para que me llame justo ahora? Si bien le dije que llegaría hoy a Nueva York pero ni siquiera le he mandado un mensaje avisándole de mi reciente llegada.

Mi entrecejo se frunce ante la confusión. Sin dar tantas vueltas acepto la llamada.

—Hija.. —es lo primero que dice al contestar; su tono de voz dispara la llama de mi preocupación, se oye ronca, apagada, como si.. estuviera llorando.

—¿Ocurre algo?

—Yo.. lamento molestarte a esta hora, no estoy segura si sigues en Grecia pero..

—De hecho, acabo de llegar. ¿Qué ocurre? —repito esperanzada de que esta vez mi instinto falle y no haya ocurrido nada malo.

—Es Sam. —ahoga un sollozo al otro lado de la línea—. Tuvo un accidente, hija.

—¿Qué? ¿Cómo?  —suelto una pregunta detrás de la otra totalmente desesperada.

—¿Pasa algo?  —escucho la voz de Christopher detrás de mi pero la ignoro sumergida en la conversación con mi madre.

—¿Mamá? —inquiero al notar un denso silencio del otro lado del teléfono y algunos murmullos.

AGRIDULCE © [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora