EN LIMA

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Casi no había mucho que agregar por el lado del segundo viaje a Máncora.

Se encontraron nuevamente con las chicas a las que le hicieron el truco del artista desconocido: aunque la ventaja fue que ellas se refirieron a ello como "broma".

–Aún no regreso a mi cuerpo, sabandijas –decía Julio por enésima vez, mirando al techo de la camioneta.

Ocurrió que, al volver, se hicieron bastante amigos de ésas mismas chicas. Wendy y Ketty, al parecer más avezadas que el resto, sugirieron dormir en la playa. Y, mientras A.J. y Jhonny tocaban la guitarra, cantaban y hacía divertirse a las otras tres chicas, Julio pernoctó en una misma tienda de campaña con las anteriormente citadas.

–Todavía me duele el cuerpo: nunca hagan tríos, sabandijas. O mejor dicho sí: háganlo. Porque es demasiado bueno: vale la pena sufrir después.

Se reincorporó:

–Eso sí que fue damas chinas, en serio –continuó–: la verdad así deberían ser todas las partidas.

Jhonny lo miró a través del espejo retrovisor:

–¿El nuevo Julio se fue al carajo?

–No. Más bien el viejo Julio se quedó en Máncora: fue una buena despedida. Ahora vuelvo a la virginidad, sabandijas. En unos meses volveré a ser piticlín y a la próxima, que de hecho será la definitiva, le diré que me he conservado casto para ella.

Recién llegaron a Lima a la mañana siguiente de su partida. Fiel a su estilo, Jhonny los acercó hasta sus casas no sin antes recordarles que en menos de veinticuatro horas irían a ver a Beingolea para recoger su guitarra nueva.

Al día siguiente fueron por una avenida larga en el distrito de San Juan de Lurigancho en la camioneta de Jhonny, con destino al taller del maestro Beingolea. Tras un viaje de poco más de una hora, llegaron a pocos minutos del límite con la provincia de Huarochirí.

–Es aquí. Vamos, sabandijas –dijo el dueño del vehículo, bajando del mismo con cierta aprehensión.

En el predio habían dos puertas: una de vidrio y otra más grande, metálica. Sin dudarlo, Jhonny tocó a la segunda.

–Va, va –respondió alguien desde adentro.

Sorprendentemente, quien les abrió era un muchacho que no pasaba de los dieciocho años. De orejas grandes y ojos brillantes, estaba vestido como un carpintero, ni más ni menos.

–¿Éste es Beingolea? –le preguntó Julio a A.J. en un susurro.

–Daniel, ¿está tu viejo? –se adelantó Jhonny, antes de que el ambiente se hiciera más incómodo.

–Sí, nomás que se quedó dormido: anoche el club de fútbol del barrio celebraban un aniversario más, y las guitarras Beingolea los está auspiciando. Aparte como no hay construcción hoy, estoy reparando un charango. Pasen, pues.

–Ah, ellos son mis amigos Julio y A.J. También son músicos.

Se saludaron cordialmente.

–¿Y por qué no están construyendo? ¿No tenían contrato con el conserva?

Daniel lanzó un silbido corto.

–La verdad el problema ha sido la madera de las tapas: está muy húmeda aún. Éstos argentinos nos metieron cabeza, tenemos que esperar a que sequen, y el cedro rojo tiene su temperamento.

–¿La madera la traen de Argentina? –preguntó A.J.

–En realidad la conseguimos más barata de allá. Pino, palo santo, pau ferro... allá no mezquinan. Y hay unos luthieres increíbles. Les puedes dar una mesa vieja y una escoba y te hacen un instrumento genial. Yo calculo que en unos tres años Argentina va a desplazar a México en lo que respecta a guitarras artesanales en latinoamérica.

Un ensueño de felicidad - Antes de las nueve IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora