Capítulo 33

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Con manos enguantadas y una sonrisa repugnante en sus labios, Astoria se acercó. Comenzó a trabajar sobre la herida que tenía en mi pierna, abriendo la tela que en su momento había sido celeste, pero que ahora no era más que un amasijo negro y rojo. Cuando la despegó de la piel sentí el ardor de la herida volviendo a abrirse, rezumando sangre y un líquido algo aguado. Era asqueroso, y escocía. Entonces la vieja arpía introdujo las pinzas dentro de la abertura en mi muslo, separando ambos lados de la piel ya desgarrada. Las lágrimas inundaron mis ojos, y tuve que usar toda mi fuerza de voluntad para reprimir el grito que asomaba por mi garganta. Era completamente consciente de como el músculo se separaba progresivamente, aunque no fuera más de un centímetro, y del dolor que aquello provocaba. Dolía tanto, pero no iba a gritar. Había sufrido antes, mi umbral de dolor era alto; y sin embargo tenía la firme sospecha de que el dolor que me ocasionarían en aquel laboratorio superaría con creces cualquiera que hubiera soportado antes. Después de todo, eso era lo que ellos investigaban: la respuesta física al dolor, y como esta se modificaba según el carácter. Aún no entendía como se relacionaba esto con la genética, su campo por excelencia. Pero lo biológico no era lo único que estudiaban, lo podía decir fácilmente por la manera en que Amílcar me observaba cuidadosamente y luego hacía anotaciones en sus papeles. Ellos también estudiaban las reacciones psíquicas y emocionales frente al dolor. Y era evidente que él estaba muy satisfecho con lo que estaba viendo. Luego de unos segundos en los que la sensación en mi pierna fue haciéndose cada vez más soportable aunque no menos dolorosa, el viejo repugnante le hizo una pequeña seña a su hermana, como autorizándola a continuar. Me preparé mentalmente a lo que vendría. Sin embargo, esa preparación no fue suficiente en absoluto. Astoria se giró hacia la mesa de instrumentos y tomó una jeringa que contenía un líquido similar al agua, pero no había que ser un genio para deducir que eso era algo muy diferente al agua. Con movimientos lentos y deliberados, inyectó aquella sustancia justo dentro de la abertura que ella misma se había encargado de abrir. Y si el dolor de antes había sido grande, este era gigantesco. Un frío comenzó a expandirse lentamente por toda mi pierna, y junto con él, una sensación de miles de agujas clavándose una y otra vez en cada centímetro de piel, músculo y hueso. Antes de que pudiera volver a respirar, la espantosa sensación ya había llegado hacia abajo hasta a mi tobillo y hacia arriba hasta mi cadera. Casi podía sentir como el líquido helado recorría perezosamente mi flujo sanguíneo. En cualquier momento podría desmayarme, no sabía cuánto tiempo más iba a poder soportar aquel dolor congelado que se extendía por toda mi pierna. Pero no estaba segura de si el dolor era lo peor, o lo era el miedo, un miedo amenazante que me comprimía el pecho cual garra despiadada. Jamás había sentido un dolor semejante; era todo lo contrario al látigo de Brodock: donde éste había sido puro fuego lamiendo mi espalda con satisfacción, este dolor era como una corriente de agua helada que iba matando poco a poco cada célula de mi cuerpo. Y mi pierna estaba inmovilizada. No sabía si este efecto sería permanente o si desaparecería con el paso progresivo del tiempo. No sabía nada y tenía miedo. Pensé en todas las personas inocentes que, antes que yo, había tenido que soportar lo mismo que ahora yo sufría. Nico, Bastian, Liv y Dorian, Alan, y muchos más, un número que jamás llegaría a conocer con exactitud. Si ellos habían logrado sobrevivir a aquella tortura, yo también podría hacerlo. Al menos lo haría por ellos. Yo era más fuerte que el dolor.

Comencé a respirar hondo, intentando aislar las sensaciones físicas, concentrándome en palabras e imágenes completamente ajenas al sitio donde me encontraba. Finalmente, dejé de temblar, haciendo que el ruido que generaba al chocar una y otra vez contra la camilla metálica desapareciera. No había notado los espasmos que recorrían mi cuerpo hasta que se había detenido. Cerré fuertemente los ojos, alejándome de la blancura cegadora sobre mí, y me convencí a mí misma de que el dolor no era tan terrible, que ya pasaría. Que era una ilusión, un juego de los gemelos malvados. Sí, me dolía, pero yo era más fuerte que el dolor. Era más fuerte. Un sonido extraño salió de mi garganta cuando quise hablar, una especie de grito diluido que había muerto entre mis cuerdas vocales cuando lo había reprimido con tanta ferocidad. Quizás, si salía de allí (cuando saliera de allí) ya no tendría la capacidad de gritar; como un músculo, tal vez se atrofiara luego de no usarlo durante mucho tiempo. Qué pensamiento tan extraño. Pero funcionaba como distracción.

Sobrevivir sin ti [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora