Capítulo 40

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Tuve que esperar hasta bien entrada la noche para poder escabullirme de mi habitación. Necesitaba verlo, no podía conformarme simplemente con lo que Bastian me había dicho. Necesitaba ver para creer, al menos en esto. Pero no me habían dejado moverme de mi cama en todo el día, demasiado preocupados por mi estado físico, cuando lo único que yo había querido era bajar para verlo con mis propios ojos. Nada más, solo eso. Hubiera sido lo más fácil y lo más seguro, porque ahora yo iría por mi propia cuenta y sin supervisión: cualquier cosa que pudiera pasarme, no habría nadie para ayudarme en absoluto. Y no me importaba en lo más mínimo. Además, no sentía dolor gracias a las medicinas que estaba recibiendo, podría moverme casi con facilidad de no ser por los vendajes que cubrían mi cuerpo. Al menos eso esperaba. Me senté con dificultad en la cama, sentía el cuerpo extraño gracias al estar acostada el día entero, y tomé las muletas que habían dejado junto a mí en caso de que necesitara ir al baño. Solo una me serviría ya que la otra del par no podía agarrarla debido a mi brazo lesionado firmemente sujetado por el cabestrillo; la coloqué debajo de mui brazo izquierdo y me puse de pie, ignorando lo incómodo que resultaba. Además, y si bien prácticamente no dolía, mi pierna se sentía más pesada de lo que debería por culpa de las drogas. Tendría que bajar varios tramos de escaleras para llegar a mi destino, con apenas algunas luces en la camino y mi equilibrio precario a causa de no tener una gran experiencia caminando con muletas, precisamente; digamos que el trayecto no sería lo que puede decirse fácil. Y ni hablar de lo que me costaría regresar a la habitación más tarde. Pero no me importaba si, en realidad, al final era todo verdad.

Tardé casi 15 minutos en llegar hasta abajo; no tenía idea de lo difícil que era moverse a hurtadillas cuando la mitad de mi cuerpo no estaba en condiciones para nada. Sin embargo jamás me planteé rendirme, regresar no era un opción factible cuando el objetivo estaba tan cerca. Cuando la razón de todo se encontraba allí mismo. Allí. En la habitación que estaba frente a mí justo en ese momento. A tan solo metros, detrás de una puerta. Solo tenía que abrirla, y aun así no podía, estaba petrificada. Tenía miedo. Tenía miedo de que todo fuera un mero sueño, de despertarme en cualquier momento. Tenía miedo de entrar y encontrar tan solo una cama vacía. Tenía miedo de que no fuera real, de que no fuera más que una mentira. Sabía que Bastian no tenía razones para mentir con algo tan importante para mí y para todos, pero de todas formas no podía controlar el torbellino de emociones que se arremolinaba en mi pecho.

-No es gracioso.- Le había dicho a Bastian, negándome a permitirme creer en algo así tan fácilmente.

-No, no lo es en absoluto. Es terrible y fantástico a la vez. ¿No estás feliz?

Feliz. Que palabra tan corta y tan inmensa a la vez. ¿Estaba feliz? No podía decirlo con claridad, no estaba segura, no del todo. Ni siquiera podía convencerme a mí misma de que todo era real, ni siquiera podía asegurar que todo fuera real. Estaba aterrada; estaba ansiosa; estaba nerviosa. No había palabras para definir como estaba, solo sentía que todo era más grande que yo, que me sobrepasaba. Y aún no había entrado a la habitación. ¿Qué sucedería cuando abriera la puerta? Hacía mucho tiempo que no lo veía, demasiado para mi gusto. Mi mano temblaba visiblemente cuando la alcé. Yo lo había salvado, y sin embargo no me había dado cuenta de a quien llevaba a cuestas cuando salí de aquella Isla que era consumida por las llamas; no había visto su rostro en ningún momento, él no me había hablado tampoco. Y en realidad, no estaba muy interesada por saber quién era de momento: la razón principal por la cual lo estaba ayudando a salir de allí incluso cuando me estaba costando a mí misma escapar era por Suria. Él estaba vivo gracias a la pequeña más que por mí. Probablemente no hubiera sabido que él existía si no hubiera oído hablar de sus nobles y sentidos actos, y en este momento no sería más que cenizas perdidas en un abismo que se intentaba olvidar, olvidado sin haber sido jamás recordado con anterioridad. De solo pensar aquello, me sentí enferma. Él no se hubiera merecido nunca algo así; él no se merecía nada de lo que le había pasado, en realidad. Tenía que verlo, tenía que hacerlo.

Abrí la puerta.

La ventana que daba al patio interno estaba entreabierta, permitiendo que la luz de la luna se filtrara cómodamente en la habitación, iluminando la cama rodeada de aparatos. El silencio era constantemente interrumpido por el pitido lento de la máquina que indicaba aliviadamente cada latido de un corazón que se esforzaba segundo a segundo. Y allí estaba él, con innumerables tubos saliendo de su cuerpo como si fueran tentáculos transparentes. Estaba tan inmóvil que realmente hubiera creído que estaba muerto de no ser por el casi imperceptible subir y bajar de su pecho forzado por el respirador que cubría su boca y nariz. Lucía frágil y casi pequeño a pesar de su altura extendida por completo en la cama. Pero estaba vivo: su corazón latía y respiraba aunque más no fuera con una máquina que lo auxiliara en ello. Yo lo había salvado. No, él se había salvado a sí mismo, resistiendo y luchando incluso en estos mismos momentos; él lo estaba haciendo por su propia cuenta, demostrando una vez más lo fuerte que era. Me hubiera quedado una eternidad parada junto a la puerta observándolo, absorbiendo cada detalle, cada mínimo detalle ávidamente, pero todavía me sentía demasiado lejos, incluso cuando podía verlo con mis propios ojos, delante de mí; había estado muy lejos durante mucho tiempo, y ahora todo lo que quería era estar más cerca. No era mucho, ¿Verdad? Me acerqué tortuosamente lento hacia la silla que estaba junto a la cama. Una silla en la que muchos se habían sentado durante todo el transcurso del día; todos menos yo. Justamente a mí, de todas las personas de la casa, no se me había permitido verlo. Era un total fastidio. Yo, que era la directora del Hogar. En parte entendía la decisión que habían tomado, quizás todavía no me encontraba en las mejores condiciones como para andar paseando. Además, no me había mostrado muy democrática precisamente en los últimos días, no había escuchado las diferentes opiniones ni lo que tenían para decir respecto al plan que había impuesto más que propuesto; era entendible que los demás tampoco lo fueran conmigo. Aunque eso no evitaba que estuviera enfada por la situación. Todos sabían lo importante que esto era para mí, y aun así me lo habrían ocultado de no ser por Bastian. Él había dejado de lado cualquier conflicto estúpido que se hubiera generado por mis irresponsables actitudes, y me había contado la razón que tenía a toda la mansión tan alborotada. Gracias a él estaba sentada ahora, mirándolo. Era cierto, ya nada más importaba, porque estaba allí.

Quería rozar su pálida piel con la punta de mis dedos solo para sentirlo, para convencerme del todo de que era real, de que no era un sueño simplemente; quería tomarlo de la mano solo para evitar que volviera a irse, que se alejara nuevamente; quería estar todavía más cerca suyo, escuchar el verdadero latido de su corazón y no el pitido molesto de un aparato, solo para disfrutar cada uno de ellos por todos los que me había perdido. Quería todo de él, lo quería a él. Maltrecho y dañado, con los huesos marcados bajo la piel que parecía pergamino viejo bajo la luz de una luna ajena a lo que sucedía aquí abajo, y aun así igual de hermoso que siempre. Y todo lo que podía hacer, sin embargo, era observarlo como si no hubiera mañana. Porque en realidad ya no me importaba en lo más mínimo si había un día después de este. Estaba... feliz, verdaderamente feliz. Ahora mismo no necesitaba un futuro radiante ni una vida perfecta, porque él estaba vivo. Estaba vivo y estaba junto a mí, a mi lado. Estaba junto al amor de mi vida cuando había creído que jamás podría volver a verlo nuevamente. Pero allí estaba. Quinn.


Sobrevivir sin ti [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora