Capítulo 15

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El silencio era tan profundo que erizaba la piel, e incluso el menor y más insignificante ruido se habría escuchado como un gran estruendo. El hedor que taponaba nuestros olfatos y revolvía nuestros estómagos provenía mayormente de nuestras propias ropas: habíamos tenido que arrastrarnos por unas alcantarillas rebosantes de agua podrida para poder entrar a los túneles subterráneos donde encerraban a los prisioneros; sin embargo, el propio olor del lugar, un asqueroso rejunte de humedad, sudor, sangre y desechos humanos, contribuía a que fuera imposible respirar por la nariz sin sufrir violentas arcadas. La oscuridad era tan densa que no hubiera podido ver mi propia mano delante de mi cara, y nos envolvía completamente como una presencia helada. No podíamos guiarnos con nuestros ojos, nuestra última alternativa era el oído; por eso era fundamental el silencio: era nuestro guía en las tinieblas y también nuestro protector. Sentía el aire congelado entrando en mis pulmones y colándose entre mis ropas mojadas, haciéndome tiritar; era como volver a sentir el frío de las calles que me había asolado durante años. Solo que allí el invierno era mucho más crudo sin el mínimo consuelo del sol, en aquellos túneles ni siquiera había un resquicio de esperanza; hasta eso te arrebataban. Pensar que este confinamiento tortuoso e inhumano podría haber sido mi propio destino, mi vida.

Habíamos tardado varias horas en llegar a la Isla por dos razones: en primer lugar, quedaba en otra ciudad algo alejada del Hogar; y en segundo lugar, debíamos tener cuidado de no llamar mucho la atención siendo un grupo inusualmente grande de jóvenes. Pero cuando finalmente divisamos el gran edificio que aparentaba no ser más que un bloque administrativo inocente, comenzó oficialmente la misión. Uno pensaría que el trayecto por las asquerosas alcantarillas de agua contaminada era la peor parte de la travesía, pero no. La peor parte, el momento más frustrante y desesperante era éste: esperar en la más absoluta oscuridad alguna señal del grupo que había entrado por la puerta delantera arriesgando directa y desenfadadamente sus vidas para darnos unos minutos de acción, indicándonos que aún estaban vivos y luchado; esperar en el silencio asfixiante sabiendo que a metros de nosotros había niños que no se atrevían a hacer el más mínimo ruido por miedo a las represalias consecuentes, fingiendo no estar vivos para así quizás no morir. La sensación que provocaba la incertidumbre, la impotencia y la desesperación superaba con creces el olor putrefacto que nos envolvía y el frío despiadado que calaba los huesos. Y la adrenalina no era suficiente para olvidar el vacío que se formaba dentro de mí. Entonces escuchamos un golpe sordo en el techo y todos nos mantuvimos expectantes; pasaron tres segundos exactos y el golpe se volvió a oír. No era algo azaroso ni una coincidencia. Era nuestra señal.

Comenzamos a avanzar por el pasillo lentamente pero sin dudar ni un segundo; la distracción que se estaba llevando a cabo en el piso superior nos daría aproximadamente cinco minutos para actuar sin tener que preocuparnos por algún guardia desafortunado, por lo que no podíamos desperdiciar el poco tiempo con el que contábamos. En aquella Isla había cerca de cincuenta celdas distribuidas en tres pasillos, y al no saber cuántos prisioneros había en ese momento teníamos que revisar exhaustivamente todas y cada una de ellas; como en mi grupo éramos diez, nos dividimos en parejas a las que le correspondían diez celdas y el cuidado de los niños que encontraran allí. El plan era sacarlos por la misma alcantarilla por la que habíamos entrado de manera rápida y silenciosa para no atraer la atención de los Recogedores, y luego llevarlos al Hogar para darles una vida nueva. Debíamos hacerlo por ellos. Liv y yo nos dirigimos al final del segundo pasillo, el sector más alejado, por ser las más experimentadas; contábamos con una pequeña linterna como única iluminación, pero teníamos a favor nuestras propias vivencias con los Recogedores, sabíamos que buscar y que esperar. La primera celda estaba completamente vacía, una espantosa mancha de sangre seca en el cemento resquebrajado del suelo era la única evidencia de que allí había vivido alguien. Respiré hondo tratando de ignorar la pesadez en mi pecho y compartí una mirada horrorizada con mi amiga; probablemente tendría pesadillas con ese pequeño espacio que había sido testigo de una atrocidad. Seguimos adelante, la mano apoyada contra la fría piedra de la pared para no desviarnos del camino, deteniéndonos al sentir los gruesos barrotes de hierro; detrás nuestro se oía el insignificante murmullo de los otros miembros del grupo rescatando algunos niños a los que se les estaba permitiendo volver a soñar. Reprimí un pequeño grito de dolor cuando un clavo invisible en la oscuridad me rasgó la piel, pero la sensación punzante quedó olvidada automáticamente cuando tuvimos la siguiente celda frente a nuestras narices. El débil haz de luz de la linterna recorrió el diminuto lugar acariciando un suelo vacío a excepción de un montículo de algo que parecían trapos sucios; sin embargo, cuando estábamos a punto de continuar, Liv se aferró a mi brazo con sobresalto, guiando nuevamente la luz hacia el bulto. Contuve la respiración cuando éste se movió: no era un simple montón de ropa, era un niño acurrucado contra el rincón en su afán de esconderse, de desaparecer. Forzamos la cerradura de la reja (una habilidad bastante oportuna que habíamos aprendido) y entramos lentamente para no asustar al pequeño; debía tener unos ocho años, la misma edad que Eloy. Le explicamos brevemente la situación en la que nos encontrábamos y quiénes éramos, y afortunadamente entendió perfectamente. Mientras lo ayudábamos a salir, lo observé como pude con la pobre iluminación: tenía el cabello rubio desgreñado como si hubieran tirado de él, las ropas casi deshechas estaban embebidas en sustancias de procedentes desconocidos y la piel completamente marcada, golpeada y lastimada; tuve que sofocar el impulso de subir y hacer pagar a los monstruos que lo habían maltratado de aquella forma, estaba tan harta… ese niño podría ser mi hermano, mi hermano podría ser ese niño. Tres chasquidos me hicieron volver a la realidad, era la señal del muchacho que hacía guardia en las escaleras. Nos quedaban tres minutos para recorrer el resto de las celdas, sacar a los niños que encontráramos y ponerlos a salvo, lo más lejos posible de aquel subsuelo infernal.

Sobrevivir sin ti [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora