dieciocho:

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No hace mucho, comparado con el universo, yo era un chiquillo tímido, común en muchos aspectos con el resto de los muchachos de mi edad. Quien me había enseñado a atar mis cordones y a partir carne fue mi padre, y quien me enseñó a lustrar mis botas negras fue mi madre. Mi tío era de esos que prefería mostrar el arte de servir cervezas, mi abuela de aquellas madres por naturaleza que leía cuentos y recuerdos que eran como una sagrada reliquia. Tuve una hermana mayor por un tiempo, una que quise tanto como a mi madre.

Desde niño ayudaba a mi padre con los cargamentos que mandaban los patrones japoneses del condado, por lo que aprendí rápidamente tanto coreano como japonés. Mi madre era costurera, y junto a mi hermana hacían los trajes de todas las personas que nos contrataron. Tuvimos muchos patrones y, por consecuencia, muchos techos. "Pequeño Choi Jahn", el llamado de mi nombre, proferido por mi padre, nunca lo he dejado irse.

Un día, fuera de una de las enormes casas con apariencias de mansión, en un patio donde reinaba la soja, las flores en bancales como las Tagetes y Rhododendrones, de esos que seducen a los colibríes y mariposas, en ese jardín había un niño muy bien vestido, sentado que desconocía, solo, cerca de la sombra de un Árbol de Júpiter. Tímido como de costumbre, me acerqué:

-Hola -saludé.

-¿Hola?

El chiquillo levantó su cabeza rápidamente, sin cambiar de dirección; estaba mirando lo que tenía al frente, su casa, cuando yo estaba a un costado. Pensé que él también era tímido y no quería molestarlo, de haberlo hecho. Pero, antes de hacerlo, él gira su cabeza hacia mí, aunque no conecta con mis ojos.

-¡Hola! -repitió con mucho entusiasmo-. Reconozco tu voz; eres el hijo de los criados.

-Sí -respondí-, y tú... ¿quién eres?

-Bueno -contestó con un japonés muy elocuencia-, puedes decirme Vidente, porque no me gusta mi nombre, y así me dice mi familia. -golpea un poco el césped a su lado-. Ven, siéntate.

Ese día me enteré de algo sustancial: él era ciego. Traté de hacer que me viera, pero solo giraba cuando mi voz era lo suficientemente potente en alguna emoción y él manifestaba lo mismo. Cuando no había mucho que hacer, lo buscaba casi a diario. Él veía (lo sé, lo sé) todo tan diferente, que me esforcé seriamente en aprender más de su único mecanismo de comunicación. Muchas veces lo tomaba de la mano y lo llevaba a una sombra, cuando el sol era aterrador, para jugar un rato, contar chistes y reírnos; le comentaba de lo genial que sería crecer y vivir juntos, viajar juntos, invitarnos a los eventos importantes, entre más cosas.

Mi madre, cada vez que llegaba, me preguntaba abiertamente qué hacía jugando con un ciego, que qué ganaba con eso, que desde cuándo era así. Yo le grité uno de esos días, cuando lo insultó, lo llamó deforme y extraño; le grité tanto que hasta mi pecho se infló de furia, pero ella me golpeó y nunca más me atreví a revelarme. Ella se lo dijo a mi padre y él empleó castigos más duros de afrontar, como el no salir para jugar con aquel muchacho, aunque me las ingeniaba. Mi hermana mayor, que tanto añoro, fue la única que me ayudó a salir de los gritos de mis padres, y recibió su parte del castigo.

Una noche, sin aviso, ese niño falleció.

Esa noche, cuando falleció por neumonía, se taladró un hueco en mi pecho para dejar su recuerdo, su espíritu, un pedazo de su vida reposar en el transcurso de la mía. Le solía decir "niños sin ojos, el vidente". Ahora que me lo planteo, era cruel, pero él sonreía cada vez que escuchaba mi voz, y yo sonreía cada vez que lograba atinar mi ubicación; como unos niños excluidos de maldad.

Nadie más sabe de esto, solo yo. Nadie supo que lo recordaba de vez en cuando. Por eso tuve una relación cariñosa con los niños y jamás me negué a apoyarlos, sea quién sea.

La Voluntad De ORFEO • JeongCheolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora