cuarenta y cinco:

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—No pensé que regresarías tan pronto —dijo atrayendo gentilmente los cobertores hacia él.

—Vine a dejarte algo de comida. Lo dejé en la mesa por si deseas comer. —me senté a los pies de mi cama—. ¿Cómo te sientes acá?

—Bien, la casa es muy rústica y la cama muy blanda. —sonrió con sus labios chuecos y prosiguió a mirar sus manos agotadas y pálidas—. ¿Qué me trajiste para merendar? —me vio suplicante.

—Un poco de fruta, pan, agua, chicharrones, un poco de pudín de verduras; lo que solemos comer en el cuartel… Puedo traer todo en una bandeja para que cenes.

No tuvo que responder, solo se a mí con una inclinación, asomando los ojos con manso ademán de dejarme tratarlo como su cuidador. No supe a cuál de todas las direcciones oscuras de la casa apuntar, pues aquellos ojos tan atrayentes como la luna que se veía a medias me murmuraban clemencia y afecto; pero yo había pecado en su contra y se me revolvió el alma de estrés. Así que rápidamente le lleve la comida en una tabla que guardaba en la cocina y vi cómo se llevó a la boca desde la primera uva hasta el último rastro de agua de la pequeña pero brillante jarrita de vidrio.

Me entregó la tabla con un agradecimiento tan afectuoso que llegué a temblar cuando la sostuve.

—¿Qué te está apenando? —me preguntó con sutil preocupación.

—No ocurre nada. —sonreí para camuflar mi culpa.

—No te creo, pero no te presionaré más.

Aquella agalla suya y firme me estremecía de encanto pero a la vez de decepción, como si mi importancia para él solo fuese amistosa y cordial. Se me hinchaba la pena su forma de verme, enfrentando mis ojos con una madurez e indiferencia poco convincentes. Ponía en duda si valía la pena recurrir a la pasión pasada para ponderar mis deseos actuales, y si debía ignorar lo que mi cuerpo y corazón pedían de su parte, resolviendo que hay alguien más que sí me siembra un placer comprobable.

Pensé que a él dejó de importarle los sentimientos que probamos en tantos meses y lo que yo había arriesgado para llevarlo descansando en mis brazos, mis caricias, mis palabras y ante mis ojos y los del cielo; como si ya se hubiera acostumbrado a mi humillación por él. Luego venía el rostro de ella, su boca, su vigor y su cuerpo, sus permisos y sus verdades ante mis ojos y mis oídos.

—Si quieres —hablé acongojado—, sigue descansando.

—Sí, eso haré.

Con su voz sosegada de la inquietud que sea, se echó sobre el cojín y se cubrió otra vez. Un soplido de la noche empujó la ventana, abriéndola sin permiso. Jeonghan no lo tomó como un detalle incómodo, pero rechinaba y eso sí me molestaba. Fui a cerrarla y después me fui del cuarto, hacia la puerta, mientras respiraba el polvo del crimen del engaño. No salí de la casa, a mitad de abrir la puerta, porque la noche estaba helada y Jeonghan lo sufría aunque no me lo hiciese saber. Escuchaba su inquietud en la cama y cómo manipulaba los cobertores. Cerré la puerta y retrocedí para reingresar a la habitación, pero antes de pararme en el marco de la entrada, Jeonghan salió, casi desnudo de no ser por la arrugada camisa blanca que llevaba puesta, que me pertenecía hace un tiempo.

—Cheol —susurró apenado.

—Te escuché quejarte del frío.

Se balanceaba como si fuese a incumplir una norma, pero mi presencia se lo impedía. Me acerqué aún más, mirando con dificultad su cuerpo cuyo encuero solo se diferenciaba por la camisa.

—Pensé en ayudarte con eso —le dije, tenso.

—Yo…

—Perdón si te molesté nuevamente. No quiero que pases frío, eso es todo.

La Voluntad De ORFEO • JeongCheolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora