cuarenta y siete:

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Y la tierra se hizo como atardecer sangriento, como una arteria gigante. Me había raspado el cuerpo y el frío conjugaba una decoración en mí, como la nieve sobre las rosas se podía interpretar la avenida. Me agaché y busqué las balas perforadas en el cuerpo de los cinco soldados, todos cerca del cuello. Uno vivía en pena y martirio, sufriendo la consciencia de doler antes de querer someter a un inocente al dolor. Me miraba y me hablaba, pero no le entendía y parte de mi corazón me juzgaba por dejarlo tirado a morir. Entré a mi casa y los ojos de Jeonghan no se centraron en mi desnudes, sino en su propio cuerpo flacuchento y vulnerado. Se quitó la chaqueta del uniforme y se tapó las pocas heridas que la fuerza de esos soldados le tatuaron en su pecho y hombro.

Agarré mi uniforme y me vestí con apremio en voluntad del terror, del porvenir de alguna catástrofe peor, ignorando a Jeonghan quien no me ignoraba, pero tampoco tenía la valentía para arrepentirse de su rabieta y admitir que había hecho mal en hacerme de lado incluso al final del sexo. Pero yo le escuchaba quejarse del frío y de sus heridas. Así que, yo ya vestido, lo agarré de la mano y lo lleve a mí cama y lo arropé como a los enfermos. No le dije nada más antes de irme, aunque asumo que él sabe que mi descontento no era motivo pesado para abandonarlo aún en ese horrible estado.

Antes de correr en busca de Minghào y Junhui, vi a ese soldado llorar, exclamar dentro de su esqueleto, correr en su mente como si el llanto curase la muerte que lo besaba. Lo miré con desdén y una pena que sequé con la brisa que me cacheteaba y me recordaba que tales cosas no eran casualidad, y mi intuición me dictaba que una mente creativa se había apiadado de mí y que me conocía. "Tú te lo buscaste", le dije con dolor al hombre cuyos ojos me vieron como lo último que en vida vió. En el trote hacia el centro de las avenidas, más disparos se cruzaron por el aire y el polvo que subía adelante me daba indicios de una huída masiva. Me escondí en un callejón y de inmediato soldados y pueblerinos, empujados por el espanto, escapaban de las balas que solo tumbaban a quienes rojo sangre usaban. Por los callejones también se ocultaba la gente, pero algunos entraron a cualquier casa a tiempo. Lentamente las calles se fueron vaciando y lo que sobraba sangraba.

Una mano se ancla en el cuello de mi chaleco y le jala hasta estrellarme con una pared.

-¡¿En dónde te habías metido?! -me preguntó Minghào.

-Estás vivo -dije aliviado-. ¿Dónde está Junhui?

-¡Hola! -saltó desde una esquina y se acercó armado, sonriendo, moviendo la pistola pero sin implementarla.

-Responde -insistió Minghào.

-Estaba yendo hacía allá -respondí improvisadamente-, pero escuché disparos y fui a revisar si habían dañado a alguien...

-No te creo, porque ni Junhui y yo escuchamos disparos antes de los verdaderos disparos. ¡Dime qué estabas haciendo cuando te dijimos que tenías que estar allá!

-¡Eso, estaba haciendo lo que te dije! Yo los escuché y ustedes no. ¿Qué es lo complejo de entender?

-¡Que fueron disparos y eso cualquier persona los escucha!

-A menos que sea sorda -agregó Junhui.

-¡No estás ayudando en nada! Ve a vigilar la avenida.

-¿Qué ha pasado que hay tantos soldados muertos? -pregunté habilidosamente-. Yo vi unos caer, como a cinco, en el inicio de la avenida. Me tuve que quedar a vigilar si había alguien matando a la gente.

-No sé qué decirte porque ni Junhui ni yo sabemos. Pero solo los soldados de rango mayor están cayendo. Ningún vigilante o habitante ha muerto ni por accidente.

-¡Oh, qué alivio! Pensé que los pueblerinos estaban siendo atacados...

-Chicos -nos dijo Junhui mientras vigilaba la calle-, hay gente allá afuera, con armas, ayudando a los pueblerinos a regresar a sus casas. Salgan y ayudemos a los demás a regresar a sus hogares.

La Voluntad De ORFEO • JeongCheolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora