veintitrés:

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Había equipado todo y tomé a Jeonghan de la mano, ya que un emparedado no era del todo eficiente para activar sus funciones. Conocía un camino que nos expulsará del pueblo, pero no recordaba con mucha nitidez cuál de todos los senderos había que usar. La última vez que intenté salir de acá fue por un reproche que el abuelo me había dado cuando era más chico, y me retrocedió tan pronto como le fue posible a su edad. En ese recuerdo veía arena, un desierto, mucho sol y calor. Ahora el clima era lo opuesto y, de alguna manera, nos favorecía, pero no podía asegurarle a nadie que encontraríamos un lugar para alojarnos.

Luego de adelantar una hilera de árboles delgados, una luz se superpone a las sombras, a unos pasos, metiendo sus dedos en los orificios de un enorme arbusto. Creí que estaba en lo correcto, pero con solo sacar mi cabeza me proyecté despedazado a los pies de la bajada empinada que veía. Nunca saldremos de acá, o eso pensé, pero entre la negatividad y la esperanza siempre hay ingeniosas ideas. "¡Por favor, vayan a averiguar!", le pedí a las aves, y una comprendió inmediatamente y fue planeando a su derecha. Le dije a Aristóteles que debíamos retroceder y esperar, cosa que cumplió sin complicaciones.

-Prometo que estaremos bien -le dije a Jeonghan mientras nos cubrimos del cielo con la copa de un nutrido árbol.

-Sí -dijo sin ánimos de proseguir.

A pocos minutos de hacerlas enviado, un par baja hacia nosotros y nos silban incansablemente. Otras tres también bajan, pero sin renunciar a su vuelo. Las dos que habían llegado a nuestros pies también volaron y nos silbaban más agudo y potente que nunca. Decidí ordenar a todo ser vivo que esté con nosotros que las siguieran. Con cada paso iba recordando el aspecto del sendero y sabía que esquivando unos pocos troncos que estaban a la altura de mis rodillas llegaríamos, y así fue. Una prominente luz alumbró lo poco de bosque que nos distanciaba del escape, y al poner un primer pie fuera del pueblo, instantáneamente la arena gruñó, rezongó como un viejo de laringe baja.

-Aristóteles, Jeonghan y yo debemos subir en ti. -lo llevé más afuera-. Jeonghan, yo subiré primero, y después subirás tú.

-Sí, está bien.

Ya preparados, Aristóteles comenzó a galopar con miedo y asco de la tierra, pero le pedí con afabilidad que no dejase de hacerlo y que yo estaba ahí para él. Relinchó para motivarse y reemplazó su caminata por una más olímpica, compitiendo contra el viento que lo amenazaba en detenerlo, contra el clima que se opacaba más para deprimirlo o la arena que batallaba para incomodarlo.

Un disparo se escuchó. Ese disparo también expulsó un manojo de memorias imborrables de todas esas personas importantes para mí que estaban o estuvieron allí.

[...]

La huida llevaba unas tres horas sin detenerse, distrayendo la decaída sensación de hambre mirando a la bandada danzando y cantando, saludando a otros pájaros que pasaban a nuestro lado. Le dije a Aristóteles que podíamos detenernos subiendo un bulto gigante que estaba a pocos metros de nosotros. Casi en la cumbre de la colina divisé césped y la esperanza de vivir más allá de la noche me impermea de un diluvio de malos presagios. Aristóteles bajó como loco para tocar el pasto y comer, aprobando el sabor.

Cuando me disponía a bajar de Aristóteles, olvidé de mirar la seguridad de Jeonghan. Cuando recibí su silencio como respuesta, me moví otro poco, dándome cuenta que estaba dormido. Sus brazos aún me rodeaban la cintura de forma reconfortante. Insistí en que abriera los ojos, pero la profundidad de su sueño era de kilómetros al centro de su mente. Decidí desabrocharme de él y no soltar su mano. Me bajé y eso lo hizo chocar contra el atardecer, desuniendo sus párpados de la piel, con pestañas cuidadosamente levantadas.

-¿En dónde estamos? -me preguntó confundido.

-No lo sé. -le extendí mi mano-. No sé en qué lugar estamos, pero hay pasto y podemos pasar la noche acá.

La Voluntad De ORFEO • JeongCheolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora