29| No eres él

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Owen

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Owen

Sarah había llegado a casa una hora antes de lo acordado. Su ansiedad traspasaba por sus poros y se pegaban a mi piel como una sustancia pegajosa. La observaba mientras caminaba de un lado al otro por mi habitación en silencio, su entrecejo fruncido y farfullando en voz baja. Ordenaba mis muebles y me regañaba por no tener velas aromáticas para perfumar el ambiente. Me reí ante ese comentario. Estaba descifrando la razón de su estado, pero mis opciones eran inexistentes.

Una vez que parecía haber terminado su crisis existencial, me pidió permiso para agarrar mi violín y comenzar a tocar canciones movidas y para nada relajantes. Sus ojos se mantenían cerrados y cada vez que llegaba una nota aguda su mentón ejercía fuerza en barbada. Todo su cuerpo parecía tener espasmos por sus movimientos bruscos.

Me quedé mirándola.

Sus párpados se movían de un lado a otro y sus pestañas parecían ejercer fuerzas entre ellas para ponerse de acuerdo y no derramar lágrimas. Incliné la cabeza hacia un costado, apoyándola en el marco de mi ventana.

Una de las maravillas que tiene la música, y más específico el violín, es su forma de comunicar. De una forma u otra todo tu cuerpo se ve atrapado en cada segundo que pasa. Tu piel se eriza. El nudo de tu garganta crece. Frunces tu entrecejo obligándote aque tus emociones no pasen más allá que tu mente. Clavas as uñas en tu piel para descargar lo que escondes inconscientemente. Quieres gritar en silencio. Quieres llorar hasta que tus ojos se cierren solos. Quieres reír hasta que tu estómago se acalambre.

Era un mundo de sensaciones en el que estaba dispuesto quedarme toda mi vida.

Sarah bajó el violín y abrió los ojos. Por un momento parecía desorientada. Miraba para todos lados con desconfianza hasta que enderecé mi cabeza. Sus zafiros se sorprendieron al verme ahí de pie.

Me debatía en hablar o solo abrazarla.

Se movió antes de que pudiera elegir. Se acercó a mi cama, dejando el violín a un lado y se sentó cubriendo el rostro con sus manos. No lloraba. Frotaba los ojos con sus palmas.

—¿Qué ha pasado? —pregunté con cierto temor a la respuesta.

No levantó su rostro. Su cabello largo cubría los costados de su rostro, dificultando la visión de lo que realmente sucedía. Me acerqué y me arrodillé enfrente de ella. Noté que sus piernas temblaban. No creía que estaba consciente en el estado en el que estaba. Cuando apoyé una mano en su rodilla, entre mechones de pelos y lágrimas, se asomaron sus ojos.

—Nada.

Arqueé las cejas.

—Okey —respondí, levantándome y guardando el violín en el estuche.

Frunció el ceño.

—Te estaba mintiendo.

—Lo sé. —La miré sobre mi hombro.

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