26| Verdades a la luz

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Clara

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Clara

Jugaba con el cigarrillo entre mis dedos. Hacía formas de humo con mi boca y dejaba descansar mi cabeza en el respaldo de la silla. No podía dejar de hacerlo, nunca me habían salido. Denise me había enseñado las primeras veces. Lo recordaba como si hubiera sido ayer.

—¿Te gusta el silencio?

Incliné levemente mi cabeza hacia adelante y la miré con una ceja en alto. El joven tenía unos ocho o nueve años más que yo. Una barba intensa crecía en su mandíbula. El color anaranjado resaltaba las pecas que salpicaban su tez blanca. Era prolijo, casi obsesivo diría yo.

¿Quién era?

No lo recordaba.

¿Moss? ¿Mal? ¿Milo?

¿Empezaba con M?

Era mi psicólogo. El encuentro con mi padre alteró algo en mi madre. Me obligó a asistir a un psicólogo. No hubo mucha resistencia de mi parte, siendo sincera. No porque quisiera estar encerrada en cuatro paredes durante cuarenta minutos mirando a un pelirrojo anotar cada cinco minutos en su libreta; sino que, luego de dos días agotadores en mi casa, quería un ambiente nuevo. Seguía dolida con ella. Mi madre. La forma en la que se quedó quieta sin hacer nada, no me lo esperaba. Después de todo, estaba aguantando esto por ella.

Me acomodé en mi lugar y tosí. Apagué el cigarrillo que estaba por acabarse en el cenicero a mi derecha y saqué el paquete para encender otro.

—Sí. Me gusta el silencio. Y no me gusta cuando lo rompen —espeté.

Asintió en silencio.

Me caía bien. Era como una especie nueva en mi catálogo. No me presionaba para hablar y no hablaba si yo no quería.

—Cuéntame, ¿tienes amigos? —preguntó.

Miré las paredes blancas. Estaban decoradas con cuadros abstractos. Nunca me declaré fanática de las pinturas, siempre pensé que era algo muy personal para que cualquiera pudiera apreciarlo. Dejas una parte de ti en ellos. ¿Por qué dejarías que vieran esa parte? Te hacía débil.

—No.

—¿Por qué?

Volví mi vista a sus ojos mieles. Las palabras se atoraron en mi garganta dejando una sensación molesta. Di una calada larga hasta que el humo salió por mi nariz y boca a la vez. La herida en mi labio palpitó de dolor.

Saqué mi caja de cigarrillos, la abrí y extendí mi brazo sobre el escritorio.

—¿Uno? —Ofrecí.

Negó con una sonrisa amable.

—¿No fuma? —pregunté.

Dejó su bolígrafo a un lado y descansó su espalda contra la silla. Me miró divertido, como si quisiera excavar en mi cerebro. Los muros de mi cabeza siempre ganaban. Nadie podía entrar excepto yo.

Amar a un élite ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora