Parte 3

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Al día siguiente estuvo estudiando y ocupándose de las tareas domésticas, fue a comprar un par de cosas, pues no le alcanzaba para más, y se preparó para una nueva jornada de trabajo, la cual daría inicio justo donde terminó la noche anterior. A decir verdad, no pensó en ello hasta que, al intentar acceder a su pequeño cuartito de limpieza, se percató de que no podía. Extrañada, se dirigió a la oficina de su jefe para solicitar una llave nueva, pues creyó que era aquello lo que fallaba. Al llegar allí lo encontró acompañado de un hombre, al que no recordaba conocer, y pidió disculpas por la intromisión dispuesta a salir y aguardar fuera a que la reunión entre ambos varones finalizase.

Cuando aún no había cerrado por completo la puerta, su jefe la llamó.

—Genelle, no te vayas; entra y siéntate —le ordenó.

Ella, desconcertada, obedeció sin rechistar y, una vez acomodada de modo educado y correcto, les observó sin decir nada, esperando que ellos hablasen.

—Genelle, él es el señor Graham Doyle —hizo un gesto con la mano para indicarle de quién hablaba, como si pudiera confundirse sin haber nadie más allí además de ellos tres—. Es el socio mayoritario y, por ende, uno de los propietarios del bufete Graham&Jim —ella mantuvo la boca cerrada con gran esfuerzo, sorprendida de tener a aquel hombre frente a ella—. Ha venido a verte a ti —«¿Huh?», pensó ella, pero únicamente mostró su desconcierto en su expresión.

—¿A mí? Oh, perdón, ¡qué grosera! —Se disculpó, sumamente avergonzada—. Encantada, Sr. Doyle. ¿En qué podría yo ayudarle?

—No puedo decir que yo esté encantado, señorita —le espetó—. Podría ayudar devolviendo el teléfono que robó anoche de nuestras dependencias.

Genelle tardó un instante en responder, intentaba procesar y asimilar las palabras que retumbaban en sus oídos y en su mente sin pausa. «Devolviendo el teléfono que robó». Debía ser una confusión, una muy grande, pues ella jamás en su vida había robado nada. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a insultarla de semejante modo? No lo iba a tolerar. Quería su empleo, pero tenía principios y orgullo y aquello pisoteaba ambas cosas.

—¿Disculpe? —Preguntó tan educadamente como fue capaz—. Aquí debe de haber alguna confusión.

—Genelle —la llamó su jefe—, no lo hagas más difícil.

—Con todos mis respetos, señor. Me duele que usted crea que yo robaría durante mi jornada de trabajo, o fuera; yo no soy de ese tipo de personas.

—Pues las cámaras de vigilancia no respaldan sus palabras —interfirió Graham Doyle. Ella lo observó, llenándose de ira por momentos.

—No sé de qué cámaras habla, señor, pero sí sé que yo no he robado nada. Y eso, créame que lo sé yo mejor que unas cámaras que cualquiera puede trucar.

—Hemos revisado las grabaciones de anoche, de todas las horas desde que mis empleados se marcharon hasta que usted lo hizo, y se ve cómo mantiene un extraño comportamiento durante su jornada, además de cómo recoge el teléfono del suelo.

Genelle intentaba entender los motivos que llevaban a aquellos hombres a acusarla de ladrona, intentaba recordar paso a paso el tiempo que estuvo en su zona de trabajo la noche pasada, pero no sacaba nada en claro. Estaba demasiado confundida en esos instantes, además de profundamente ofuscada por lo ofensivo de la situación, como para recordar el asunto del teléfono.

—Genelle, escúchame —dijo su jefe.

—Dígame, señor —respondió ella, dedicándole una mirada cargada de desconcierto, decepción y rabia.

—Estás despedida —aquello cayó sobre ella como un jarro de agua fría en pleno invierno—. Ahora, tienes dos opciones, nada más que dos.

—Pero... —Murmuró, sintiendo cómo un denso nudo le trababa la garganta. Él la miró con severidad y ella, derrotada, no pudo hacer más que cerrar la boca.

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