Parte 7

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Una vez alistada, partió rauda y veloz a cumplir el primer punto de su lista, emocionada y con el ánimo por las nubes. El día iba saliendo genial y eso, a ella, no solía sucederle. Arrancó el automóvil y, justo cuando empezaba a rodar por el asfalto, se dijo a sí misma: «Ánimo, Genelle. ¡Allá vamos!».

Tardó poco en llegar a su destino, pues las ganas de saber podían más que ella. Aparcó y, con cierta prisa, entró al interior del Wallaby Tower, dispuesta a subir sin siquiera pasar por la recepción principal que había en el hall. Cuando estaba ya cerca, la empleada de la recepción se aproximó a ella.

—¿Puedo ayudarla en algo? —Inquirió, observando con desdén la vestimenta de Genelle.

—Vengo a ver a Graham Doyle.

—¿Quién? —Le preguntó, sin saber de quién hablaba.

—Graham Doyle.

—No sé quién es —respondió la castaña, con aires de superioridad.

—Entonces, dudo de que estés capacitada para el puesto que tienes —le espetó Genelle, molesta por la actitud de la mujer—. Se supone que debes informar a la gente de a dónde han de dirigirse cuando acuden a ti —la otra abrió la boca, sorprendida, pero no articuló palabra—. De todos modos, yo sí sé quién es y dónde está, así que adiós.

Hizo un gesto con la mano y pasó por su lado, irritada. Esperó la llegada del ascensor y, cuando éste llegó, se internó en él, presionó el botón del piso correspondiente y respiró profundamente. Al abrirse las puertas en el piso al que se dirigía, salió del elevador con premura y caminó hasta la secretaria que había al frente.

—Buenos días. Vengo a ver al señor Doyle, me dijo que viniera cualquier día por la mañana.

—Muy bien. Comprobaré si se encuentra. Discúlpeme un segundo, por favor —le respondió la mujer con mucha amabilidad.

—Bien, gracias —se sonrieron mutuamente.

—¿Señor Doyle? —Preguntó la secretaria, presionando un botón de su pequeña centralita.

—Sí, Débora. ¿Qué sucede? —Le contestaron.

—Tiene visita.

—Dígale, por favor, que espere diez minutos. Estoy reunido con Jim todavía.

—Entendido, señor —se oyeron murmullos al otro lado—.

—Débora, ¿de quién se trata?

—Es una señorita. Aguarde un segundo —dejó de presionar el botoncito y se dirigió a la visitante—. Disculpe, ¿podría decirme su nombre?

—Oh, perdón. Soy Genelle Greth.

—Gracias —pulsó nuevamente el aparato—. Señor, su nombre es Genelle Greth.

—¡Perfecto! Que espere unos minutos, en seguida la atenderemos.

—Sí, señor Doyle —terminó de pulsar y cortó así la llamada a aquel hombre—. Por favor, señorita, aguarde en la sala de espera un momento. En breve la atenderán —Genelle asintió y miró a su alrededor—. Aquella puerta —le indicó—, ¿necesita algo más?

—No. Muchísimas gracias por su amabilidad.

—A usted —respondió la asistente con una radiante sonrisa.

Genelle se dirigió al lugar indicado y se sentó en un cómodo sillón de color granate, observando todo lo que había en dicho espacio. Al frente, había un pequeño mostrador en el cual reposaba una cafetera llena de café humeante aún, una bandeja de servir con varios tipos de tentempiés cubiertos por una tapa de cristal y una más en la que había ubicada una tetera, quizá con leche, azucarero, tazas y cucharillas. Junto al mostrador, un dispensador de agua, de esos que disponen de dos pequeños grifos y vasos de plástico. Un par de cuadros decoraban las paredes de la sala, pintadas de color crema, y una mesa de centro de madera de cerezo con plaquitas de cristal incrustadas se llevaba toda la atención. A su lado había un revistero repleto de periódicos y revistas de distintas temáticas, las cuales podía ver claramente desde su ubicación. Cuatro sillones más como el que estaba utilizando estaban perfectamente colocados en la habitación. Por el acristalado entraba mucha luz, haciendo que hubiese muy buen ambiente, además no tenía mala vistas.

No llevaba mucho tiempo allí sola cuando dos hombres entraron por la puerta de la sala. Uno, era Graham Doyle y, el otro, un desconocido para Genelle.

—Buenos días, Genelle —la saludó Doyle, estrechándole la mano—. Éste —le señaló—, es Jim Wilson.

—Encantada, señor Wilson —dijo ella, estrechándole la mano.

—Lo mismo digo. Graham me ha hablado mucho de usted.

—Oh, espero que bien —bromeó.

—Sí, sí. No se preocupe. Todo ha sido positivo.

—Uff, menos mal —rió levemente, liberando el nerviosismo que enmascaraba con su actitud bromista.

—¿Vamos a uno de nuestros despachos o prefieres permanecer aquí? Se te veía a gusto —comentó Graham.

—Lo que ustedes prefieran —contestó ella.

—Graham, yo debería ir a comer ya, sabes que tengo la reunión con el fiscal a las tres —le informó Jim Wilson a su socio.

—¡Cierto! —Exclamó, algo contrariado, cambiando su expresión a una pensativa y, después, a otra de ocurrencia— Ya sé, ¡vayamos juntos a comer! Los tres, y así podemos charlar y ganamos tiempo —propuso.

Genelle se quedo muda, viéndolo incrédula. Jim lo observó dudoso, después volteó a ver a la mujer y pensó en ello un poco, antes de terminar aceptando. Genelle lo miró, sorprendida por el hecho de que hubiera aceptado, pero les siguió sin oponerse pues, en realidad, le daba igual dónde hablasen, siempre y cuando lo hiciesen. Además, también tenía que comer, ¿no? Así mataba dos pájaros de un tiro. Lo único malo de aquello era que debía cambiar el orden de los puntos incluidos en su lista, pero resultaba ser un mal menor.

Siguió el recorrido de ambos varones y, al cruzar el hall acompañada de los dos apuestos abogados, se ganó una mirada cargada de desprecio de parte de la recepcionista, cosa que no pasó desapercibida para ninguno de los tres. Ellos, en silencio, se miraron a los ojos, y Genelle siguió como si nada, ignorando así la mirada que la fulminaba.

Salieron del edificio y accedieron al parking subterráneo, dónde montarían en coches separados, yendo ella con Graham y Jim Wilson en su propio vehículo. Genelle pasó sus nerviosos ojos por el exterior del coche de Graham Doyle, reteniendo en la memoria cada detalle plateado que resaltaba en el brillante negro del que estaba pintado.

Viajó en silencio, sintiéndose extraña al ir montada en un vehículo ajeno y, no sólo eso, sino que se trataba de un automóvil de alta gama. No podía dejar de admirarlo y acariciaba inconscientemente la madera que adornaba su puerta. Era tan reluciente y contrastaba tan bien con el color del interior del coche que daba gusto verlo.

Llegaron a un aparcamiento reservado para los clientes del establecimiento, llamado Le soleil de la France. Se trataba de un restaurante, especializado en cocina francesa, pero en el que disponían de un pequeño menú alternativo con platos de todo tipo.

Al cruzar el linde de la puerta, Genelle se sintió extraña y fuera de lugar, pues la decoración parecía querer transportar a sus comensales a la misma Francia. Los clientes se veían todos refinados y parecían acostumbrados a aquel lugar. Los dos hombres que la acompañaban saludaron educadamente al metre y fueron atendidos prontamente y con exquisita educación. Genelle permaneció tras ellos, incluso cuando el empleado miró en busca del tercer integrante del grupo tan pronto le informaron de que eran tres y no dos. Los guiaron hasta una mesa rectangular, con cuatro sillas, en la que había dispuestas copas y cubiertos sobre la mantelería, de un impoluto blanco con detalles en salmón.

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