Parte 2

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Conducía con la radio puesta y la ventanilla subida para no despeinarse, tamborileando al ritmo de la música sobre el volante cuyo forro desgastado y rajado le molestaba en la palma de la mano. Iba pensando en sus cosas, en su pasado, en todo el tiempo que llevaba en aquel lugar, en cómo había sido su vida desde que salió del orfanato, cerca de seis años atrás; en su vida en general.

Pasaba tranquilamente los días, en su monotonía; parecía no alterarse ni estresarse y sabía, a ciencia cierta, que ese era uno de los motivos por los que disponía de aquel puesto de trabajo en el Wallaby Tower, el edificio más grande y concurrido de todo el complejo empresarial bautizado extraoficialmente como "la ciudad de los tratos". ¿El por qué del nombre? Simple y llanamente porque era allí donde se llevaban a cabo los tratos de grandes y medianas empresas, desde conseguir proveedores o clientes nuevos hasta fusiones entre empresas o absorciones. Aparentemente era una ciudad, llena de edificios rebosantes de gente, oficinas por doquier, restaurantes de todo tipo que se lucraban atendiendo a todos aquellos seres hambrientos que trabajaban en la zona, grandes locales en los que las empresas exhibían sus productos a las compañías restantes, incluyendo a sus competidoras. Tres grandes hoteles de lujo, estratégicamente situados en el lugar, eran la guinda del pastel. Éstos siempre, absolutamente siempre, estaban con dos tercios de su capacidad ocupada, como mínimo. Edificios los había a montones, cada uno con sus respectivos aparcamientos, tanto subterráneos como en el exterior, compitiendo entre ellos silenciosamente. Pero entre todos aquellos grandes gigantes de cristal y metal, pues todos mantenían ese estilo en el exterior, uno de ellos sobresalía de modo llamativo, dejando claro que era el más importante de todos.

Ése, era el Wallaby Tower, donde más de ocho mil personas se centraban en sus correspondientes tareas todos los días laborales del año, entre ellos Genelle. Sus treinta plantas de altura desde el nivel de calle emergían en el centro exacto del complejo, rodeado por un amplio aparcamiento con tres plantas subterráneas bajo el mismo parqueadero exterior que complementaba, con sus cerca de mil plazas, las cinco plantas subterráneas de parking con que contaba aquel monstruo de hacer dinero.

Al principio, Genelle se sentía intimidada por la grandeza de la construcción, pero después aprendió que no era tan intimidatoria como parecía a primera vista. Ella comenzó allí como personal de limpieza, nada más salir del centro a los dieciocho años, contratada por una empresa situada en la primera planta del lugar y que se dedicaba justamente a limpieza de oficinas. Trabajó allí unos diez meses, hasta que se vio involucrada en un extraño asunto que aún no alcanzaba a comprender del todo.

Una noche, centrada en sus quehaceres, encontró un teléfono móvil en el suelo, bajo uno de los carísimos escritorios de los directivos de Graham&Jim, el bufete de abogados más prestigioso que conocía. Lo recogió y lo abrió, estaba encendido, así que desprendió la tapa de la batería y la sacó para que el aparato se apagase, volviendo a poner cada pieza en su lugar acto seguido. Optó por actuar así y llevarlo al departamento de objetos perdidos, en la planta baja, ya que la idea de que cualquiera lo pudiera encontrar y hurgar en él no le gustaba, por lo que se negó a dejarlo sobre el escritorio de madera de roble del despacho en cuestión. Cogió una bolsa de plástico transparente, diseñada para entregar objetos extraviados, introdujo el móvil dentro y la cerró. Cumplimentó la pequeña ficha que debía adjuntar, la cual contenía los datos del lugar y la hora del hallazgo, y lo depositó en un pequeño espacio del cual disponía su carrito de limpieza.

Le quedaban aún tres horas de jornada y había terminado de limpiar todos los cubículos de un extremo de la planta así como los baños de la misma, la primera fase de estancias privadas y despachos y todo pasillo y rincón de aquel lado. Suspiró y prosiguió, adentrándose en la segunda fase, que ocupaba un tercio de la planta y se encontraba situada en el otro extremo del piso. En esa parte había una sala de juntas, la sala de descanso del personal equipada con una pequeña cocina, dos salas de preparación de casos, el archivo y varios despachos. Habitualmente le daba tiempo de completar la limpieza de todo aquello, pero en esa jornada se sentía cansada y no rendía como quisiera. Posiblemente se debiese a que no estaba comiendo bien pues no le alcanzaba el dinero.

Tras liquidar dos despachos más le pareció oír voces, hablando no muy alto pero sin miedo a ser oídas, o de lo contrario, pensó ella, susurrarían en lugar de usar tal tono. Por si acaso se lo había imaginado se quedó quieta un par de minutos, evitando así que ruido alguno se escuchase donde estaba parada. Las voces se oyeron de nuevo cuando casi se reprendía a sí misma por imaginar cosas y decidió marcharse del lugar, pues así lo ordenaban las clausulas de su contrato.

«En caso de haber empleados, del rango que fuesen, y/o directivos en su zona de trabajo, la limpiadora deberá abandonar el lugar. No se debe importunar a dichas personas, suceda lo que suceda. Se procederá del siguiente modo: en las etiquetas de las cuales disponen todos los carros de trabajo, anotará la fecha y la hora en que ésta se retira, así como su nombre y el código de seguimiento interno que la identifica en la base de datos de nuestra empresa. Dicha etiqueta se realizará por triplicado; una se pegará en el formulario de tareas de la jornada correspondiente, otra se la guardará la empleada y la restante se adherirá junto al marco de la puerta de la estancia aseada en último lugar, concretamente en la parte inferior derecha, sobre el zócalo, para evitar así cualquier posible mal efecto a la vista al día siguiente».

«Bajo ninguna circunstancia se mantendrá relación ni se establecerá conversación con ninguno de los empleados de las empresas a la que pertenezca la zona de trabajo asignada a la limpiadora».

Genelle sabía que el incumplimiento de la normativa de la empresa era sancionado con el despido, sin excepciones, por lo tanto tenía que cumplirlas a rajatabla. No tenía intención ninguna de perder su empleo, pues por poco que cobrase eso era lo que pagaba el techo que la cubría y solía alcanzarle para lo más importante, lo cual era lo que realmente valoraba y le interesaba. Por ese motivo preparó, muy silenciosamente, las tres etiquetas adhesivas e hizo lo indicado con cada una de ellas. Cuando ponía la última en su lugar, agachada en el amplio y largo pasillo, escuchó con claridad las palabras que aquellas personas se dedicaban y se le heló la sangre. No pudo evitar quedarse quieta allí mismo, escuchando atentamente aun a riesgo de ser descubierta, como si el tema fuese con ella, como si le afectase y fuese de vital importancia, cosa que no era para ella pero sí para la persona de la que hablaban los propietarios de las voces, de las cuales aún no sabía la procedencia exacta. Dudaba, ¿debía contar lo que había podido escuchar con claridad? ¿Debía callar y hacer como si nada? ¿Anteponer el bienestar de un tercero al suyo propio? En escasos minutos su cabeza se convirtió en un hervidero de dudas, posibilidades y desenlaces. No podía perder su empleo, pero no era el tipo de persona que calla ante tal trama.

Decidió, finalmente, que por aquella noche no podía hacer nada más y, por tanto, se marchaba a su hogar, tras haber fichado y guardado el carrito. Unos diez minutos más tarde salía del edificio y partía rumbo a su casa, montada en su modesto coche que ya casi no funcionaba decentemente más de dos meses seguidos. Se acostó con todas aquellas cosas dando vueltas y vueltas en su mente hasta que cayó dormida en un profundo y placentero descanso.

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