Parte 12

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Se levantó dolorida, con el cuerpo incluso algo agarrotado debido a la ausencia de movimiento en tantas horas. Se sorprendió al ver que faltaban menos de cincuenta minutos para que sonase su despertador como cada mañana; había dormido desde su llegada a casa la tarde anterior. Se despejó mientras el sueño tenido durante la noche le rondaba aún por la mente, recordándole lo sucedido el día anterior y todo lo que pensó y sintió desde ese momento.

Desayunó y complementó el desayuno con un par de pastillas para que le aliviasen el dolor que sentía, el cual casi le impedía estar sentada en la silla mientras bebía el zumo de naranja que, con mucho esfuerzo, se había servido. Terminó sus tostadas con mermelada de frambuesa y se dispuso a ducharse.

— Menos mal que me he despertado antes —hablaba sola por el corredor—. Porque, joder, con lo lenta que voy necesitaré ese tiempo extra para llegar a tiempo.

Llegó al armario y sacó de su interior una falda negra, una blusa azul claro y un cinturón beige además de la ropa interior y unas medias tupidas nuevas de un cajón. Dispuso todo sobre la cama y se desplazó hasta la ducha, donde entró y rabió por el dolor que le causaban los finos chorros de agua al entrar en contacto con su cuerpo.

Cuando se estaba enjabonando apreció una buena cantidad de morados en sus piernas, dispersos por toda la extensión de sus extremidades. Se miró como pudo las caderas y el trasero y creyó ver más, así que se apuró a terminar tanto como le fue posible para ir a mirarse al espejo. Lavó su cabello y salió, fue hasta la habitación envuelta en una gran toalla amarilla y cuando se plantó ante el espejo del tocador se la quitó para ver y confirmar que realmente tenía moretones desde encima de la cintura para abajo y también a la altura de los omoplatos. <<Ya decía yo que lo estaba pasando mal>>, murmuró.

Tras un rato que se convirtió en un suplicio, terminó vestida y peinada pulcramente. Se maquilló por encima ese día, pues no tenía ánimo para más y cogió unos zapatos de color beige, con un tacón bastante más bajo que los del día anterior ya que estaba segura de que, incluso con esos, le costaría caminar. Llegó al Wallaby Tower más o menos a la hora de siempre, aparcó y anduvo, llaves en mano, hasta donde Devon la esperaba.

— Buenos días —la saludó el guarda.

— Para ti, quizá; no para mí —le espetó ella de malas maneras sin proponérselo, mientras caminaba penosamente la poca distancia que los separaba.

— ¿Qué te pasa? —Preguntó sorprendido por su actitud— ¡Oh, madre mía! ¿¿Qué te ha pasado?? —Soltó al ver los moretones de las siempre estupendas piernas de Genelle.

— Ayer me caí por las escaleras; bueno, corrijo, me tiraron por las escaleras —explicó, mientras abría.

— ¿Te tiraron? ¿Quién fue el animal?

— ¡Yo que sé! No le conozco, creo.

— ¿Estás bien?

— No, Devon. Me duele todo, me cuesta moverme y estoy irritada, además de amoratada.

Accedieron al edificio y actuaron tal cual lo hacían cada jornada laboral, con la diferencia de que Genelle tardaba mucho más en todo. La mañana pasó sin alteraciones, por suerte Genelle tuvo que salir de la recepción nada más una vez. Parecía que todo el trabajo del día anterior había sido en parte la faena de ese día por adelantado. Devon se aburría, Genelle manejaba su padecimiento como podía y el resto de los humanos que recorrían el hall parecían juguetes que se quedan sin pilas de tan despacio y calmadamente que circulaban.

Llegó la hora de comer y Genelle, ansiosa por tomarse las pastillas junto a los alimentos, pidió mediante la centralita que alguien la substituyese. Cuando salió de detrás del mobiliario que componía su área, comenzó a caminar rumbo al bar bajo la mirada de algunos curiosos, cuya atención se centraba en dos cosas: el extraño andar de la muchacha y los numerosos morados que decoraban sus piernas. Hizo como si nada y siguió hasta su mesa, donde se sentó cansadamente dispuesta a pedir lo primero que viera. A diferencia del día anterior, pudo disfrutar de su tiempo de descanso completo. Tomó el medicamento y comió todo rápidamente, casi atragantándose, en su afán de acabar cuanto antes para sentir el efecto del calmante. Descansó hasta poco antes de la hora de entrar a su puesto nuevamente, fue al aseo y se reajustó el peinado y la ropa antes de disponerse a relevar a su substituta, pero al llegar se encontró con que ésta no estaba ya allí. Indignada y disgustada, resopló por esa falta de dedicación y se sentó en su silla. Comenzó a comprobar que todo estuviera en orden y cuando llevaba unos tres minutos allí vio un papel doblado sujeto al borde de la pantalla de la computadora, entre la misma y la "telilla" que protegía los ojos de la recepcionista.

Lo cogió con sus estilizados dedos y lo miró con detenimiento. Era un poco más grande que un post-it, de un tono blanco hueso, algo rugoso y más grueso que los papeles que acostumbraba a emplear ella. Lo abrió y dejó de respirar instantáneamente. Los ojos, abiertos de par en par, dejaron ver su sorpresa y confusión. Las pupilas se agrandaron y su boca quedó entreabierta, justo después de que tragase saliva con cierta dificultad. Sintió que todo su cuerpo temblaba y se sentó cuando realmente sus piernas flaquearon, sosteniendo el papel entre sus dedos. Lo leyó y releyó una vez tras otra, incrédula y sintiendo como su interior era un remolino, en todos los aspectos.

<<Puedo sentir aún el contacto de tus atrayentes labios sobre los míos>>.

Esas palabras se grabaron a fuego en sus retinas, daban vueltas por su mente y la ponían cada segundo más nerviosa.

— Entonces —divagó—, no fue mi imaginación, no fue un desvarío. Fue... real. ¡Me besaron! Mi —tragó fuerte pues tenía un nudo en la garganta—. Mi primer beso.

Llevó dos dedos de la mano derecha a sus labios y los acarició levemente. La emoción la embargó primeramente, dando paso a preocupación y a un atisbo de decepción. Emoción, obviamente por el hecho de que era su primer beso; preocupación, porque temía acabar como una de esas personas que con la llegada de algo que despierta sus instintos son incapaces de centrarse en nada más; y decepción por haberse perdido el beso en sí. No vio a la persona que la besó, no sintió el suceso al completo pues estaba adormilada y no percibió mucho más que el roce. Aun así, decidió que debía quedarse con el primer sentimiento, pues era el más bonito y agradable, así como el que más le llenaba y mejor la hacía sentirse.

Cuando reaccionó y tocó de pies en el suelo nuevamente, miró a su alrededor preguntándose si el autor de aquel mensaje y, por ende, del beso estaría allí. ¿Quién podría ser? ¿Cómo sería? ¿Qué le había llevado a hacerlo? ¿Podría conocerle algún día? O quizá... ¿ya lo conocía?

Con todas esas dudas y mil sentimientos llenándola no se percató del par de ojos que la observaban desde una de las butacas del hall, ni de cómo una sonrisa juguetona se dibujaba en el rostro que ella buscaba, sin saber cómo era. El tiempo fluyó cual agua sin barreras y llegó la hora de dejar el lugar, cosa que Genelle hizo encantada ese día.

Estando en su casa aprovechó para descansar y dejarse llevar por lo que sentía. Empezó a adormecerse y acabó viajando a un mundo de ilusión y romanticismo, donde era besada tanto como lo deseaba. Su compañero no tenía rostro, era corpóreo pero intangible, no podía sentir sus manos sobre ella; únicamente era capaz de sentir la calidez y el sabor de sus labios. Disfrutando del sueño llegó la hora de la cena, la cual se saltó igual que el día anterior.

La mañana siguiente, el despertador la sacó de su nube, recordándole que debía ir a trabajar. Amaneció feliz, rebosante de alegría, emocionada y ansiosa, por primera vez en mucho tiempo, por descubrir qué le deparaba el día.

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